Tiene que haber una explicación lógica para la franqueza con la que el presidente López Obrador se refirió a su relación con el ministro Arturo Zaldívar. En la mañanera, AMLO afirmó que, a partir de un diálogo respetuoso, el exministro presidente de la Suprema Corte le ayudaba al gobierno para influir en decisiones de jueces y evitar que algunos delincuentes salieran de prisión. Al hacerlo, echó de cabeza a su aliado.
Lo significativo es que López Obrador no entendió su frase como una admisión de un acto indebido. Al contrario, lo que casi todo mundo vio como una confesión de parte, para él era sólo un ejemplo en medio del reclamo porque, a diferencia de Zaldívar, la actual ministra presidente de la SCJN, Norma Piña, no permite esa injerencia bajo el argumento de que el Poder Judicial es autónomo.
En otras palabras, el titular del Poder Ejecutivo no entiende que el Poder Judicial sea autónomo. Para él, eso es sólo un pretexto para proteger a jueces amafiados, y que éstos usan pretextos tales como la mala integración de un expediente de parte de la fiscalía para no dar los castigos que deberían dar.
Zaldívar intentó defenderse diciendo que nunca recibió órdenes de AMLO, que es positiva la existencia de comunicación entre los poderes y que nunca insinuó o presionó a juez alguno. Su problema es que el presidente López Obrador había dicho otra cosa y no se desdijo. Es más, insistió en el asunto.
Y el problema, todavía más serio, es que López Obrador no entiende de qué se trata la división de poderes. El Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial son distintos, no sólo porque tiene tareas diferentes, sino porque se complementan en la medida en que se establece un equilibrio de pesos y contrapesos, y se controlan entre sí.
La independencia de los poderes es la base del sistema democrático, precisamente porque el Legislativo y el Judicial evitan que el poder se concentre en una sola persona, que sea quien imponga las leyes, quien determine si se cumplen o no, y quien aplique los castigos, como en las monarquías absolutas. Esa independencia está plasmada en nuestra Constitución.
AMLO cree que el Presidente es el gobierno. De joven, vivió los tiempos en los que el presidente de la República tenía facultades metaconstitucionales, como se decía elegantemente. Es decir, en los tiempos en los que el Señor Presidente se apropiaba de funciones por encima de la Constitución. O más vulgarmente, cuando se pasaba la Constitución por el Arco del Triunfo. Y todo parece indicar que para él esa es la circunstancia natural de la Presidencia de la República, en donde el Legislativo y el Judicial no le mueven ni una coma a los deseos del Primer Magistrado de la Nación.
Todo parece indicar que AMLO no entiende que esa circunstancia histórica era una excepción y una simulación; que era una excepción y no la norma. Por lo mismo, no entiende que no entiende. Y en el camino se llevó el prestigio de Zaldívar entre las patas.
En esa lógica desquiciada, y esa equivalencia con los mandatarios del priismo más rancio, López Obrador confunde su propia dignidad con la del país entero. Entonces, cada situación que él percibe como ataque a su persona, la traduce como una agresión a México, nación que él encarna, en una suerte de transubstanciación laica.
No entiende que el país y su gobierno son dos cosas diferentes.
Fue lo que sucedió ante el reportaje del New York Times, sobre supuestos vínculos de personas cercanas a la 4T con el narcotráfico, y su respuesta vitriólica incluyó la difusión del teléfono celular de la reportera, que bien pudo llevar el apellido de Masiosare (“un extraño enemigo”).
Ante el llamado de atención sobre la evidencia de que el propio Presidente de la República había violado la ley sobre protección de datos personales, vino una respuesta que vuelve a pintar de cuerpo completo a López Obrador: por encima de le ley está la autoridad moral, la autoridad política.
Tenemos de nuevo ante nosotros la visión autopercibida de una persona que, por estar investida de la titularidad del Poder Ejecutivo, está sobre las normas a las que deben someterse los ciudadanos comunes y corrientes. Él no entiende que, como cualquier otra persona, debe acatar las leyes vigentes.
Y no entiende que no entiende. Por eso, cuando los periodistas se lo echan en cara, su respuesta es que ese gremio cree estar bordado a mano. Los periodistas tienen el descaro de sentirse especiales, porque son igualados, cuando el único especial es él. Lo dice con autoridad moral. Tiene tanta autoridad moral que él es quien da los certificados de autoridad moral.
Y la ironía de esto último tampoco la va a entender.
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