La extorsión es uno de los delitos que gozan de mayor impunidad en el país. Tiene diferentes modalidades; la más común es la del tipo telefónico; pero también se da vía mensajería de whatsapp; así como a través de diferentes servicios de mensajería de otras redes sociales; mientras que las formas más violentas se dan cara a cara en negocios, la mayoría de ellos pequeños, donde los delincuentes amenazan, amedrentan y violentan de manera permanente a sus víctimas.
Los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública muestran que, a nivel nacional, hubo un incremento gradual en la tasa de extorsiones desde que se tiene el primer registro comparable, en 2015, y hasta la última fecha de corte en el mes de mayo de este 2024.
En efecto, en 2015 la tasa registrada fue de 4.91 casos por cada 100 mil habitantes; para el 2016 fue de 4.64, es decir, prácticamente fue el mismo nivel registrado en el año previo; en 2017 fue de 4.92; en 2018, de 5.33; en 2019, de 6.87; en 2020, 6.21; en 2021 fue de 6.84; en 2022 llegó a 7.92; y en 2023 se ubicó en 7.88 casos por cada 100 mil habitantes.
Sin duda, construir una política de seguridad pública eficaz será uno de los grandes retos de la próxima administración. Los resultados que se obtuvieron en el gobierno de López Obrador, por más que la retórica oficial haya intentado una y otra vez “demostrar” que hay mejoras sustantivas, la realidad es que se tienen, en algunos rubros, resultados muy medianos; y en los de delitos como el homicidio intencional, los feminicidios, los delitos sexuales y los cometidos contra las familias, incrementos más que preocupantes.
En el caso de las extorsiones se trata de un delito que atenta gravemente contra el patrimonio de las familias; pero, además, contribuye enormemente a la percepción sobre la impunidad y la corrupción, pues es al mismo tiempo uno de los delitos que en menor medida se denuncian y, cuando se hace de conocimiento de la autoridad, se trata, según los datos de las encuestas del INEGI, uno de los delitos de mayor nivel de impunidad.
Es de conocimiento común que muchas de las llamadas que se hacen para extorsionar a la población provienen de cárceles; y también en muchos casos, los casos que se llevan a cabo de manera presencial se dan con la complicidad o incluso, según numerosas denuncias dadas a conocer mediáticamente, con presencia física de cuerpos de seguridad policiaca local.
No es casualidad, en ese sentido, que más del 80% de al población considera que la corrupción es frecuente o muy frecuente entre las policías locales; lo cual revela cuánto hace falta por hacer en una política nacional coordinada; que articule efectivamente a la República en el objetivo común de prevenir el crimen, y de combatirlo de forma efectiva para que la población pueda tener la sensación de estar protegida y de saber que, en caso de requerirlo, habrá la presencia adecuada del Estado para evitar que se convierta en víctima o bien, para garantizar la no repetición.
Las extorsiones se dan cada vez más también en otros espacios. No es poco común que se presenten casos de secuestro de información de empresas, organizaciones o incluso instituciones públicas; a las cuales se les cobra por devolver claves de acceso, o de mantener intactos datos y activos que resultan clave para la continuidad de las operaciones de las víctimas. En ese sentido, hace falta hacer todo para generar estrategias municipales y estatales de prevención de los delitos cibernéticos, y particularmente aquellos relacionados con la extorsión.
Preocupa, y mucho, que el sea el crimen organizado el que mayoritariamente se haya especializado en la comisión de este delito; pero, sobre todo, que sean las estructuras criminales más poderosas las que controlan y determinan cuándo, a quién y cómo debe aproximársele para garantizar la mayor sangría de recursos económicos.
El crecimiento que se dio en la tasa de ocurrencia de este delito ratifica la facilidad con que puede cometerse; y más aún, establece un rasero inaceptable de impunidad que permea en todos los espacios de la vida pública; pues el hecho de que no se contenga y de que cada vez haya más víctimas, habla de cómo el miedo y la certeza de que, de no ceder a las presiones de los malhechores, se corre el riesgo de perder la vida o de que alguno de los seres queridos resulte lastimado.
La otra arista que se abre en este tema es la relativa a la situación de autogobierno que se ha documentado profusamente en los informes que se desarrollaron durante años por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, sobre la situación de las cárceles en nuestro país, y en las que, de manera generalizada, se acreditó que son los criminales más peligrosos los que establecen sus condiciones y lógicas delincuenciales al interior de los que, deberían ser, los espacios de rehabilitación y reinserción social apropiada.
Ahora que se debate en torno a la posible reforma al Poder Judicial, uno de los temas que deberían incluirse es cómo construir un nuevo sistema nacional penitenciario, que deje de ser dependiente de un órgano desconcentrado del Gobierno, para convertirse en espacios institucionales operadores de una auténtica política de Estado en materia de sanción del delito, que contribuya a una nueva cultura de paz y que evite la reincidencia y, sobre todas las cosas, la repetición de la comisión de los delitos.
Investigador del PUED-UNAM
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