En nuestro país se está configurando un Estado de Excepción caracterizado por el secuestro de la percepción de la población para imponer una nueva concepción del derecho y de la política, en la cual los valores democráticos se colocan en un plano secundario. El Estado de Excepción se refiere a la facultad del poderoso para determinar al “enemigo público”, creando situaciones -reales o imaginarias- donde un supuesto peligro a la soberanía o a las instituciones obliga a la colectividad a ser parte activa de un experimento político sin precedentes, a través del cual vienen reelaboradas -desde arriba hacia abajo- las reglas con las que los individuos se forman como ciudadanos. La circunstancia excepcional es percibida como una amenaza que genera grandes peligros que obligan a las personas a sacrificar los valores de la libertad y de la democracia a condición de obtener protección.
Cuando López Obrador llegó al poder apoyado por la libre expresión del sufragio y cobijado por las instituciones democráticas que certificaron su victoria, muchos se preguntaron sobre el tipo de gobierno que se establecería. Sin un programa coherente y a pesar de su discurso populista, la sociedad ofreció un voto de confianza a quien prometía un país diferente. Algunos lo consideraban de izquierda mientras que otros lo asumían como un salvador de la patria, pero rápidamente demostró que no era ni lo uno, ni lo otro. Desde el principio rechazó los símbolos de la civilidad y de la modernidad mexicana, cancelando el nuevo aeropuerto y desapareciendo las políticas sociales conquistadas por los ciudadanos como las estancias infantiles, los refugios para mujeres o el seguro popular. El manejo de la pandemia evidenció su desprecio por los enfermos, los médicos y la ciencia. Impuso una refinería y un tren sin importarle la destrucción del medioambiente. La manipulación interesada de la opinión pública se convirtió en la principal actividad del gobierno.
Ahora, la militarización del país es un hecho y la destrucción institucional alcanzó al INE y al INAI. Las expropiaciones contra los empresarios por motivaciones de “seguridad nacional” y las peligrosas provocaciones organizadas contra la SCJN dejan constancia de sus prácticas intimidatorias. Por ello, se debe recordar que este siempre ha sido el camino de los fascismos. Primero, la organización del Estado se lleva a cabo como una negación de la democracia y como la expresión de un complejo de estructuras de control social, económico y político orientadas al establecimiento de un nuevo régimen no democrático. Segundo, se presenta como la imagen de una supuesta “revolución transformadora” que fractura a la sociedad, adoptando la forma de un partido-movimiento sustentado en grupos violentos –como los que patrocina el gobernador de Veracruz- y con un aparato propagandístico para la construcción de mitos sobre el líder. Tercero, el fascismo es un movimiento claramente anti-intelectual que busca cancelar los derechos y libertades para establecer un Estado autoritario.
Mussolini consideraba que la democracia había sido superada por el fascismo y para garantizar su permanencia en el gobierno promovió la expulsión de la vida nacional de las fuerzas políticas antagónicas. Para monopolizar el poder se otorgó nuevas atribuciones y prerrogativas, estableció mayores controles sobre la población y declaró la extinción del mandato parlamentario de los partidos de oposición. El fascismo corrompió y arruinó al Parlamento, al Poder Judicial y a las Fuerzas Armadas sometiendo las instituciones a los caprichos histéricos del líder. Además, alteró la separación de poderes, la igualdad jurídica entre los individuos, la certeza de la ley y las libertades personales. Actualmente un voto por Morena es un voto por el fascismo, si los ciudadanos no se activan políticamente la frágil democratización mexicana habrá llegado a su fin.
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