Opinión

Felicidad de los libros

Para un escritor, una de las formas más acusada en las que la felicidad surge -o por lo menos se añora- es la del instante creativo y telúrico en el que pensamiento y estilo -la voz interna y la pluma- se encuentran y comulgan hasta lograr imbricarse en un texto que cumple con las expectativas de su autor. Es un momento codiciado e irrepetible que al mismo tiempo celebra la singularidad de lo escrito y el ayuntamiento gozoso -diríase perdurable- entre la imagen que surge de pronto (el pensamiento) y la lengua que la atrapa, la descifra y la moldea (la forma literaria).

Es una felicidad que no suele llegar sola (fruto de la mera inspiración iluminada) y que más bien procura cultivarse en ese acto íntimo y fundacional que da origen a todo ejercicio escritural: la lectura. La felicidad del escritor es por lo tanto directamente proporcional a la felicidad del buen lector. Escribir y leer, como los dos pilares de una misma disciplina, ratificada a su vez en otros verbos que le son colindantes: andar -es decir, caminar-; ver -es decir, observar-; y sentir -es decir, disentir-. Todos los sentidos y todas las funciones motrices del cuerpo y de la mente al servicio de una vocación.

Sostengo que Armando González Torres ha documentado ese encuentro virtuoso y feliz entre lo que se lee y lo que se escribe -entre lo que se piensa y lo que se pronuncia- a lo largo de una vasta obra cruzada por el espíritu crítico e ilustrado de la tradición intelectual en Occidente, y que tanto en su poesía, como en su obra ensayística o en sus aforismos, lo que vamos a encontrar son diversas aproximaciones y entonaciones a partir de la formulación de un mismo credo: la posibilidad de la plenitud existencial a través de la recuperación y la reordenación juiciosa de los saberes, que al acumularse se reinventan.

Escritor vitalista y teologal, en su prosa -mesurada y precisa- se asoma la alegría mundana de una existencia lúcida y documentada, no menos que sensible, agradecida y austera, tan activa como contemplativa. Una ética intelectual ejercida con esmero y de manera muy singular entre los de su generación.

Lector de Pascal, de Cioran o de Ramón Gómez de la Serna, desde hace algunos años cada mañana Armando González Torres inicia su jornada con la escritura a vuelo de pájaro de una frase, un pensamiento, un verso o un aforismo para celebrar al nuevo día con el rocío de la brevedad. Erigido en demiurgo matinal, tan pronto completa la oración la comparte en su cuenta de X (@Sobreperdonar), sólo para demostrarnos que verbalizar la felicidad y deletrear el asombro cotidiano es un territorio sin fronteras que admite una variante infinita de posibilidades:

“Toda verdad debería gestarse en el alba, cuando la luz engendra la palabra”; “En sus juegos matutinos los animales demuestran esa desbordante necesidad de agradecer de lo vivo”; “Lo que contemplamos al alba todavía no cabe en las palabras”. Tres perlas entre centenares que conforman este original y obstinado ejercicio matutino de un escritor cuya obra es una conversación extenuante consigo mismo, pero también con otras poéticas, otras literaturas y otras filosofías.

Armando González Torres, “Libros alegres”.

Armando González Torres, “Libros alegres”.

2.

Todas las rutas que González Torres ha explorado al encuentro fructífero entre el pensamiento y la palabra, y todos los puentes que cruzó para alcanzar las dos orillas del río -la lectura y la escritura- lo conducen en su nuevo libro a un territorio festivo: el valle fértil de los autores y las obras que “reproducen la diversidad del sentimiento humano y, a la vez, dejan una vívida sensación de bienestar. (La) nutrida genealogía de autores partidarios de ciertas formas de optimismo, celebración de la vida, y conexión con el mundo y la naturaleza”. Es decir, los Libros alegres.

Tal es el título del volumen de micro ensayos (El Tapiz del Unicornio, 2024) en los que Armando propone que la aspiración a la dicha es también un recurso literario legítimo y recurrente, y puede por tanto formar parte de una vocación intelectual, por más que nos hayan acostumbrado a imaginar a los escritores y pensadores como seres abismales, abatidos y oscuros.

A partir de esta premisa -que naturalmente no coquetea ni con el catálogo siniestro de la autoayuda ni con “las marrullerías del maquilador de best-sellers”- el libro transita por “las experiencias literarias de comunión, gratitud y alegría (…) para enfrentar las desazones cotidianas”.

El itinerario comprende medio centenar de escritores y filósofos que de muy diversas maneras reivindican la hazaña de la existencia. La identificación del González Torres con este grupo variopinto y con sus obras, se nos presenta como una suerte de espejo involuntario, por el cual lo que en ellos reconoce y pondera podemos encontrarlo a su vez en su propio universo estilístico y temático.

De esta manera, en el texto que le dedica a Irene Vallejo coincide con ella al emprender ambos “un elogio de la fortaleza del libro y la lectura, que en las circunstancias más adversas siguen siendo un instrumento de humanización, felicidad y liberación”. Lo mismo ocurre cuando comenta la obra del sacerdote y escritor católico Pablo D´Ors, pues ambos “(conminan) al lector a encontrar en su a menudo lastimada y embotada vida interior, zonas virginales, espacios de apertura al mundo, reservas de sensibilidad, altruismo o inocencia insospechadas”.

Su prosa tiene “la sensualidad y la profundidad” que él mismo encuentra en la del escritor húngaro Béla Hamvas; “la colorida y precisa erudición” que le reconoce a la ensayista norteamericana Barbara Ehrenreich. Se sabe, como Montaigne, “un hombre que al cuestionarse a sí mismo, enseña un nuevo arte, no doctrinario ni perfeccionista, de vivir, (…) un cómplice de lo imperfecto y transitorio, es decir, (un) cómplice de lo humano”. En sus comentarios sobre el filósofo Robert Nozick parecería retratarse de cuerpo entero: “un pensador sapiencial capaz de pasar del cubículo (en su caso diremos «de la oficina») a la sobremesa de cualquier lector, para ofrecer un examen conversado de la vida que vale la pena vivirse”.

La galería avanza y el espejo inopinado también. Del filósofo italiano Remo Bodei opina: “con rigor filosófico, elocuencia literaria y un tono de reposada y entrañable conversación, el autor hace un recorrido por las distintas formas de construir el «yo»”, mientras que el inglés William Hazlilitt “contribuyó a brindarle al género ensayístico múltiples tonos (desde la ligereza del paseante hasta la densidad del militante), así como nobleza intelectual y literaria”, siendo acaso sus propia contribución al ensayo mexicano contemporáneo.

No me demoro más. Armando, al apuntar unas líneas sobre el escritor estadounidense David Abram, ha escrito sin advertirlo la cuarta de forros de su propio libro: “(Su) escritura tiene el encanto de la amalgama exótica de saberes, pero, sobre todo, la profundidad e intensidad del hallazgo poético. Lo que quiere hacer el autor, en este conjunto de ensayos híbridos es incitar al lector a abrirse a los sentidos, pegar el lenguaje a la tierra y asumir plenamente la existencia corporal”.