Opinión

Francisco Solís Peón (1968-2022)

Ha muerto Francisco Solís Peón, un personaje diferente, incómodo y hasta cierto punto olvidado de la política mexicana. No estoy seguro si el mote que le granjeó reconocimiento mediático –y que él mismo se impuso y festinó– “Pancho cachondo”, sea la mejor manera de describirlo.

Formado en la Escuela Libre de Derecho, fue en todo caso un militante destacado de las juventudes panistas en el último tramo del siglo pasado, un yucateco de la “casta divina” que se acercó al PAN de la mano de su paisano y mentor, Carlos Castillo Peraza, de quien recibió lo mejor de su formación política opositora y su temperamento crítico e inteligente, muy lejos del canon conservador y pudibundo de los sectores tradicionales del viejo PAN.

Muy joven aún fue diputado local en la entonces Asamblea Legislativa del Distrito Federal, y desde ahí desplegó lo mejor de su vocación libertaria: encabezó la defensa de los derechos de las servidoras sexuales, y denunció los abusos y las extorsiones a las que se enfrentaban. Adoraba la vida nocturna capitalina, el trago y los tabledance, lo hacía por el mero gusto de hacerlo, sin titubeos culposos, pero también desde una vocación acendrada por la tolerancia y la diversidad, promoviendo su regularización para sacar a los “giros negros” del limbo que sólo propicia la corrupción y el abuso de dueños e inspectores, y para dotarle al de prostitución un marco legal que protegiera tanto a sus trabajadoras como a sus clientes. Esto lo llevó a ser expulsado del PAN. Para rubricar su causa se hizo retratar, desnudo y barrigón, junto a una de ellas, en la barra de una cantina del centro de la ciudad, cubriéndose apenas los genitales con el emblema del blanquiazul.

No volvió a ocupar un puesto de elección popular aunque lo intentó en un par de ocasiones en su natal Mérida, bajo el registro exiguo del PRD. En algún momento se acercó a Jorge Castañeda y colaboró con él cuando el ex canciller mexicano intentó construir una candidatura independiente a la presidencia. Fuera de ello, sus últimos años los pasó en Yucatán al cobijo de su fama y al margen de todo proyecto que pudiera regresarlo a los escenarios de la política nacional. Murió a consecuencias del COVID, una víctima más que se agrega a la lista de medio millón de mexicanos.

En el verano de 1989, en el marco de la celebración por el Bicentenario de la Revolución Francesa, el Parlamento Europeo en Estrasburgo abrió sus puertas a un gran Congreso Internacional con delegaciones juveniles de todo el mundo, convocadas para discutir y redactar una nueva “Declaración de los Derechos del Hombre”.

Se organizó entonces una delegación mexicana de manera un tanto azarosa, en la que terminamos formando parte una decena variopinta de jóvenes de mi generación. Entre ellos, por la parte del PRI, Ramiro de la Rosa, en ese entonces muy destacado militante de la Corriente Crítica de su partido, Eduardo García-López Loaeza y Gustavo Carvajal –hijo del prominente político priista del mismo nombre–; por el lado de la izquierda universitaria no partidista participamos tres estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: Julián Andrade, Fabrizio Mejía y yo. Finalmente por el lado del PAN, para dotarle de pluralidad a la delegación mexicana, Francisco Solís. Así fue como lo conocí. Por varias noches compartimos habitación en la residencia estudiantil de la Universidad de Estrasburgo, que fue donde nos alojaron nuestros anfitriones. Compartíamos, además de litera, origen yucateco, de modo que nos decíamos “paisanos”.

Meses antes, con la intensión de pedir ayuda económica para la incipiente delegación mexicana, conseguimos una audiencia en la regencia capitalina con el entonces joven Secretario de Gobierno, Marcelo Ebrard. Cuando cruzamos la puerta de su oficina lo vimos al otro lado de un amplísimo escritorio leyendo y subrayando un libro de Norberto Bobbio. Le planteamos el caso y aceptó otorgar un boleto de avión, el cual fue rifado democráticamente entre los aspirantes al viaje. Francisco Solís fue el afortunado en obtenerlo.

En una de las jornadas de discusiones en el Parlamento Europeo me tocó subir a la tribuna para defender la inclusión de un párrafo en la Declaración Final que aludía a Nicaragua y condenaba las agresiones de Estados Unidos a la Revolución Sandinista. Fue aprobado a mano alzada por la mayoría de los asistentes. Al regreso a mi “curul” escuché entonces la voz ronca de Francisco Solís que se puso de pie, me grito “¡Bravo paisano!” y me dio un abrazo lleno de afecto. “La cronología se perderá en un orbe de símbolos” dijera Borges, “y de algún modo será justo afirmar” que Pancho Solís y yo fuimos compañeros de fracción parlamentaria, y que juntos contribuimos a darle un revés al imperialismo yanqui en Estrasburgo.

El Congreso terminó con una gran fiesta en el vestíbulo de la alcaldía de Estrasburgo. Pancho Solís, que hablaba muy bien inglés, se movía a sus anchas entre los comensales, repartiendo abrazos y carcajadas. De pronto se detuvo a conversar con una par de polacas guapísimas, representantes del Solidarnosc de Lech Walesa, a tan sólo cuatro meses der que se cayera el muro. La democracia cristiana, no menos que las hormonas, aderezaban aquella conversación. Le perdí la pista el resto de la noche hasta que decidí regresar a la habitación en la residencia estudiantil. Cuando abrí la puerta del cuarto me encontré con la espalda y las nalgas peludas de mi paisano refocilándose a todo galope con la compañera polaca. Es la mejor manera en la que puedo ahora recordarlo y celebrar su vida. Descanse en Paz mi amigo Panchito Solís. 

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