Opinión

Gilgamesh y la obsesión por la inmortalidad

La epopeya de Gilgamesh es tal vez la primera narración escrita de la que se tiene registro en la historia de la humanidad. En ella podemos asomarnos a ciertas creencias y preocupaciones que estaban presentes en la cultura sumeria de hace más de cuatro mil años. Se ha dicho que el tema de fondo ahí tratado se refiere a la relación entre naturaleza y cultura, lo salvaje y lo civilizado. El tipo de vínculo entre la sociedad y el individuo con lo divino. El valor de la amistad, el heroísmo y otros tantos temas. Pero sin duda, es el asunto de la inmortalidad el que le da su mayor sentido dramático. El héroe adquiere la conciencia de la muerte y se obsesiona por vencer su inevitabilidad, fracasando finalmente en su intento. Este aspecto del Poema es el que destacaré ahora.

Gilgamesh fue al parecer un personaje histórico, se dice que fue el primer Rey de la ciudad sumeria de Uruk, hacia el tercer milenio a.C. El mito, sin embargo, cuenta que era hijo de la diosa Ninsun y de un padre mortal, un sacerdote de nombre Lillah. Como rey era abominable, vanidoso, caprichoso y arbitrario. El pueblo imploró a los dioses corregir su mal gobierno y éstos respondieron encargándole a la diosa Aruru que le creara un contrapeso, una persona con la fuerza suficiente para enfrentarlo. La diosa hizo con un poco de barro a Enkidu, al que le dio vida en los llanos de la estepa y lo mandó a convivir con las bestias salvajes. Su apariencia no era distinta a la de los animales, comía y bebía como ellos, su cuerpo estaba lleno de pelo y sus cabellos eran largos como el de las mujeres. Unos cazadores lo vieron y se asombraron por su presencia. Le llevaron una prostituta y el salvaje quedó rendido ante ella. Después de hacer el amor durante siete días, los animales vieron a su compañero agotado y se alejaron. Enkidu perdió fuerza, pero ganó en entendimiento.

La mujer cumplió su tarea civilizatoria y ya sin su apariencia salvaje lo introdujo en la ciudad donde la gente, al reconocerlo como un equivalente del rey, se sintió aliviada. Gilgamesh se encontró con Enkidu y se entabló una batalla entre ambos, de la que el rey sale victorioso. Después de la pelea Gilgamesh le tomó afecto y empezaron una sólida amistad. Entre los dos libran batallas heroicas. Vencen al gigante del bosque, Hawawa y al Toro Celeste, creación del dios Anu.

La diosa Ishtar se enamora de Gilgamesh y le propone hacerlo su esposo, pero el insolente rey la rechaza. La asamblea de los dioses se reúne y decide dar muerte a Enkidu, en venganza por haber matado al Toro Celeste. El querido amigo Enkidu tiene una muerte por enfermedad, lenta y dolorosa. Los funerales duran varios días y cuando Gilgamesh observa que un gusano cae de la nariz del cadáver en descomposición, se da cuenta lo terrible que es morir: es presa de un miedo aterrador a la muerte y busca afanosamente la manera de evitarla. Recurre a Utnapishtim, el Noe babilónico, a quien los dioses lo habían hecho inmortal, con el fin de obtener el secreto para no morir. Utnapishtim le demuestra a Gilgamesh que su pretensión es absurda y lo manda de regreso a Uruk.

El rey, al parecer convencido de su mortalidad, no deja de lamentarse. La mujer de Utnapishtim siente compasión y convence a su marido para que, a cambio, le ofrezca la planta del rejuvenecimiento que, si bien es inferior a la inmortalidad, le daría una presencia siempre juvenil. El barquero Urshanabi lo condujo al mar para que recogiera la hierba mágica. Gilgamesh se sumergió y la pudo arrancar del fondo, pero en un descuido una serpiente que husmeaba por el lugar se la comió y al instante mudó de piel. Gilgamesh regresó a su ciudad inconsolable pues se dio cuenta que no le estaba destinada ni la inmortalidad ni la eterna juventud. (G.S. Kirk).

Los antiguos reyes babilónicos gobernaban por un periodo determinado -un ciclo celeste- y aceptaban, como una ley natural, morir voluntariamente junto con su consorte y toda su corte para dejar el lugar a un nuevo monarca. El Poema de Gilgamesh, tal vez refleje la rebelión contra esas normas y el interés por extender el mandato del rey más allá de lo establecido por los sacerdotes astrólogos. La obsesión por la inmortalidad puede estar asociada a su interés de gobernar para siempre. La muerte voluntaria de los reyes antiguos y el regicidio ritual están ampliamente documentados en el libro, La rama dorada, de James Frazer.

La obsesión por la inmortalidad es algo que ha perseguido a muchos monarcas a lo largo de la historia, que los ha llevado, en ocasiones, a cometer locuras. Por ejemplo, el primer emperador de la china unificada, Quin Shi Huang, -el constructor de los guerreros de terracota- que gobernó hacia finales del siglo III a.C., realizó un viaje a unas islas donde se decía que la gente no moría. En el camino, alguien lo convenció que, para lograr su ansiada inmortalidad, debía ingerir un brebaje preparado con jade y mercurio. Contrario a lo que deseaba, el emperador murió inmediatamente porque su cuerpo no pudo digerirlo.

La monarquía encontró la forma de perpetuarse en el poder a través de la herencia del trono por consanguinidad. Algunos faraones del antiguo Egipto se propusieron además dejar su huella indeleble en el tiempo construyendo las eternas pirámides.

En la época actual muchos países democráticos cuentan con gobernantes que fueron electos por un periodo determinado para administrar los bienes públicos, conciliar intereses y resolver los problemas sociales. Pero más allá de sus atribuciones constitucionales y motivados por su obsesión por la inmortalidad, ejercen el poder para dejar su huella en la historia. Construyen inútiles obras faraónicas, toman decisiones incensatas y pretenden eternizarse en el poder, heredándolo entre los suyos.

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