Opinión

Es hora del viraje

El título “Es hora del viraje” corresponde a una columna que escribí en marzo de 2010, refiriéndome a la política del gobierno de Felipe Calderón contra el crimen organizado.

En aquella ocasión señalé, luego de que fueran acribillados 16 preparatorianos en Ciudad Juárez, asesinados dos estudiantes de excelencia del Tec de Monterrey y muertos a balazos diez jovencitos en Durango, que Calderón había advertido que su guerra contra el narcotráfico costaría sangre, pero que dudosamente se habría imaginado que habría tanta sangre inocente.

En esas fechas, Calderón se defendió de las críticas diciendo que una de las opciones, negociar con los cárteles, era inaceptable y la otra, de dudoso éxito, complicada ejecución y sujeta a las presiones de Estados Unidos, era liberalizar el consumo de drogas. Las descartó y concluyó a la manera de los muralistas: “No hay más ruta que la nuestra”.

Subrayé entonces que “la estrategia de Calderón pone énfasis en el músculo, no en el cerebro. Al estilo americano, las inversiones más importantes son en tropa, armamentos y tecnología. Lucha dura y directa. Pocos son los recursos en la investigación, y más que insuficientes los esfuerzos por romper la cadena del narcotráfico por donde verdaderamente duele, que son las finanzas”.

En aquel artículo pedí un viraje en la estrategia, cambiar prioridades “y, necesariamente, terminar con la impunidad con la que se manejan algunos panistas en el norte del país”.

Obviamente, fue arar en el mar. Como también sucederá con esta columna.

Tras el asesinato de los misioneros jesuitas en Chihuahua, han crecido las críticas a la estrategia de López Obrador respecto al crimen organizado. En contraste con la de Calderón, AMLO ha optado por “abrazos, no balazos”, lo que se ha traducido en la práctica, en una política de dejar hacer y dejar pasar.

Esa política no ha servido para disminuir la violencia. Mucho menos la impunidad que impera en el país. Ha generado que aumente el vacío del Estado en varias zonas. Y esa ausencia ha envalentonado a los criminales, que pueden aterrorizar regiones enteras aun con una orden de aprehensión en su contra, que se pavonean en los pueblos y presumen su poder y prepotencia, que no respetan ni los templos ni a los sacerdotes.

Se trata de un abandono. Y ese abandono se adereza con el discurso fatuo de que, en la medida en que las ayudas sociales se desparramen, habrá menos incentivos para incorporarse a las filas del crimen organizado.

Pero hay dos peros. Uno es que esa estrategia, si funcionara, tomaría una generación y, en el interín, para entonces el poder de las bandas sería totalmente abrumador. El otro es que la lógica asistencialista tiene la característica de desmovilizar a las comunidades, de volver a sus miembros individualistas e indiferentes.

El crimen organizado tiene a su favor, en primer lugar, cantidades groseras de dinero, con las cuales las bandas se han hecho de un arsenal temible y tienden redes de corrupción en todos los niveles de gobierno. En segundo, una envidiable capacidad organizativa, con redes semiindependientes y flexibles (y en ellas contratan profesionales de la química, la contabilidad, el derecho, la administración, etcétera). Y en tercero, que se mueven en un ambiente social de creciente resignación a su poder y a su prepotencia.

A cada una de estas fortalezas corresponden una debilidad de las instituciones: menos recursos (y, por lo tanto, posibilidad de ser corruptibles), organización vertical y rígida (y, por lo tanto, menor capacidad de maniobra), problemas de credibilidad acerca del éxito de su estrategia.

A cambio, no existe un cártel de cárteles, el hecho de estar fuera de la ley complica su logística, y no tienen estrategia de largo plazo. Estas debilidades de los criminales son, a su vez, fortalezas del Estado, que deberían ser aprovechadas, sobre todo golpeando sus finanzas, al tiempo que se cortan los brazos más débiles de la hidra, dejando de lado la impunidad.

Pero no. La Unidad de Inteligencia Financiera está ocupada en otras cosas, normalmente relacionadas con la política. También allí ha habido un abandono.

En una actitud espejo respecto a la de Calderón hace doce años, el presidente López Obrador considera que sólo hay dos opciones: la suya o la del enfrentamiento a sangre y fuego. Nada en medio, nada diferente. No hay más ruta que la de él. Lo mismo que el panista. En eso vaya que son iguales.

López Obrador no acepta las preguntas. Y, como Calderón, mucho menos acepta las críticas, por más claras que sean. Quien se atreva a decir que va mal, está apergollado con la oligarquía. Es un eterno soliloquio, con aplausos y vítores de su comunidad de la Fe.

Hace dos sexenios terminaba mi artículo con la siguiente frase: “A la buena suerte no hay que patearla, señor Presidente. Es hora de iniciar el viraje”. Podría volver a intentarlo, pero ya aprendí, por experiencia, que desde las alturas del ego la señal no llega, y no se escucha más que al eco.

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