Opinión

Ida y vuelta de la concentración del poder

Dice el texto del artículo 49 de la Constitución que: “El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. No podrán reunirse dos o más de estos poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el Legislativo en un individuo…”.

Museo de Arte Carrillo Gil

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El artículo 29 de la propia Constitución establece la salvedad para que, en los casos de una invasión, perturbación grave de la paz pública, o cualquier otro riesgo que ponga a la sociedad en grave peligro, el Congreso podrá otorgar facultades extraordinarias al Ejecutivo para restringir o suspender los derechos y garantías individuales para hacerle frente a la situación particular.

Durante la mayor parte del siglo pasado, el dictado constitucional respecto a la división de poderes fue letra muerta. El titular del Poder Ejecutivo ejercía un férreo control sobre todos los ámbitos de la estructura política y prácticamente no se movía una hoja del árbol de la república sin la voluntad del presidente. Omnipotente, omnipresente, omnisciente y omnímodo eran los atributos -propios de la divinidad- que, por temor o disciplina, se adjudicaban al Jefe Máximo.

Por cierto, permítaseme una digresión: el origen de la referencia a la hoja que no se mueve del árbol, sin la voluntad del poderoso, se encuentra en el diálogo entre Sancho Panza, don Quijote y el bachiller Sansón Carrasco que aparece en el capítulo III, de la segunda parte de la obra de Miguel de Cervantes. A propósito de saber, o no, gobernar la ínsula Barataria, de la que Sancho fue nombrado gobernador, Cervantes escribe:

“-Por Dios, -dijo Sancho- la isla que yo no gobernase con los años que tengo no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño está en que la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a mí el caletre para gobernarla.

-Encomendado a Dios, Sancho -dijo don Quijote-; que todo se hará bien, y quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios.”

Con un poder concentrado y con el apoyo del partido hegemónico, que servía como mecanismo para repartir, entre los aliados o subordinados al régimen, la representación política, transcurrió gran parte del siglo XX mexicano. “Encomendados” a la voluntad del presidente, los diferentes poderes de la república, los actores políticos y agentes privados, definían sus márgenes y sus límites de actuación. Los favores y castigos que era capaz de administrar el gobernante en turno constituían un sistema de estímulos y señales a los que había que estar atentos, si se quería hacer carrera política o prosperar en los negocios particulares.

Al no existir pesos y contrapesos para el ejercicio unilateral del poder político, prácticamente, la única limitación para los excesos o abusos estaba determinada por la autocontención o el carácter personal del gobernante, por lo que Cosío Villegas identificó como “el estilo personal de gobernar”. Existieron mandatarios de todo tipo: sobrios, reformistas, creadores de importantes instituciones, visionarios, conciliadores, pero también manirrotos, autoritarios, represores de movimientos sociales y megalómanos empedernidos. Hubo quienes reunían en su persona dos o más de estas características, incluso contradictorias.

El poder absoluto lo encarnaba el “titular” del Ejecutivo, pero solo durante su periodo sexenal y se terminaba una vez que éste cedía el mando al sucesor. En ocasiones, los nuevos mandatarios tuvieron que marcar, de alguna u otra forma, los límites a los expresidentes, para que no se entrometieran en asuntos del nuevo gobierno.

Esta forma de ejercer el poder, que ya no correspondía con la exigencia de una sociedad más diversa y exigente, hizo agua a finales de la década de los setenta, cuando la cerrazón y las restricciones para la participación política llevaron a que, en las elecciones de 1976, se presentara en solitario el candidato del partido oficial, sin un contrincante opositor. Era evidente que el modelo concentrador del poder había dejado de ser funcional.

El proceso de transición democrática fue impulsado por diversas fuerzas sociales y políticas -y también por algunos sectores progresistas del gobierno- a finales del siglo pasado y principios del presente. El camino de la transición se proponía hacer efectiva la división de poderes que está escrita en la Constitución y fortalecer los mecanismos de pesos y contrapesos en el ejercicio del poder; reducir el poder discrecional del presidente, descentralizando la toma de decisiones en instituciones constitucionales autónomas y especializadas; incentivar y promover la competencia político-electoral equilibrada y, por esta vía, abrir los espacios de representación a las diferentes expresiones políticas minoritarias en la conducción de los asuntos del Estado.

Una gran cantidad de reformas legales -cocinadas mediante complejos procesos de negociación y acuerdo entre las distintas fuerzas- en los ámbitos judicial, electoral, administrativo, entre otros, fueron modificando gradualmente la fisonomía del viejo sistema de poder concentrado. Poco a poco se pasó del gobierno con un presidente que lo abarcaba todo y no dejaba que nada se moviera fuera de su voluntad discrecional, a uno dividido y compartido.

Los cambios entre el viejo régimen y el de la transición democrática han sido documentados por diversos estudiosos e investigadores. Basta señalar aquí que el país había entrado en un ciclo democrático virtuoso, aunque defectuoso e incipiente, en el cual, las huellas del poder absoluto del ejecutivo se iban desdibujando notablemente. Los gobernantes y las diversas fuerzas tenían la necesidad, cada vez más apremiante, de dialogar y concertar las políticas públicas y las reglas de la competencia política, en virtud de que ninguna, por sí sola, contaba con las mayorías legislativas necesarias.

En el Congreso se estaban afinando los mecanismos de deliberación y consensos. En algunos casos con mucho éxito, como lo demuestran la aprobación, sin grandes sobresaltos, de las leyes anuales para el presupuesto de egresos e ingresos de la federación. Los abusos del poder, las medidas arbitrarias, ilegales o anticonstitucionales, practicadas desde el ejecutivo o el legislativo, eran sancionadas y, en su caso, revertidas por el poder judicial.

Diversas organizaciones de la sociedad civil, la prensa, los medios de comunicación tradicionales o digitales, intelectuales, y diversos actores públicos críticos no institucionales, habían avanzado en el rol de ser parte de los pesos y contrapesos al poder gubernamental.

Justo en el momento cumbre del virtuosismo democrático, es decir, cuando arriba al poder, mediante las reglas pactadas, una fuerza que antaño había sido marginal y marginada, empieza el camino de regreso al poder concentrado.

A partir de 2018, con la elección del nuevo gobierno por abrumadora mayoría, la nueva administración, encabezada por un liderazgo con un estilo caudillista de gobernar, inició el retroceso y la destrucción de las instituciones de la democracia constitucional. La vuelta no se ha completado del todo, debido a que aún quedan en pie algunos de los diques democráticos.

Sin embargo, la intención de regresar a una forma de gobierno autoritario, apoyado en un partido hegemónico, sin espacios de representación para las minorías y lidereado por un caudillo con pretensiones de poder transexenal, ha sido persistente y está a punto de completar el viaje, luego de la elección del pasado mes de junio.

Ojalá las aduanas institucionales, como las electorales y legislativas, asuman con gravedad y responsabilidad sus tareas, y no dejen el camino libre a la restauración autoritaria, que, por lo demás, tarde o temprano, entraría en conflicto con la compleja y diversa estructura social y política del México actual. El país no es, por así decirlo, una ínsula Barataria.

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