Opinión

Ideología y justicia

El matrimonio entre ideología y justicia, nunca ha dado buenos resultados. Esta unión con frecuencia ha engendrado monstruos difíciles de combatir y derrotar, como lo demuestran innumerables ejemplos históricos.

En la Grecia clásica ocurrió tal vez el primer caso de una aberración judicial incitada por la defensa de la ideología y la religión dominantes y por la animadversión popular en contra de un individuo que no pensaba como la mayoría.

Gracias a los Diálogos de Platón, llegó hasta nuestros días el juicio que el Tribunal Ateniense entabló en contra de Sócrates. En la Apología de Sócrates, Platón da cuenta de cómo fue el proceso en el que los griegos condenaron a muerte al pensador.

El ambiente en el que se desarrolló el juicio estaba cargado de calumnias y mentiras sobre las actividades del filósofo, que sólo pretendía enseñar a sus seguidores una manera crítica de pensamiento alejada de las convenciones usuales. Se dice que, hasta Aristófanes, el escritor de comedias, contribuyó a ese ambiente enrarecido en contra del acusado, diciendo que Sócrates se paseaba por los aires y promovía extravagancias.

Sócrates fue llevado ante el tribunal bajo la acusación de ser culpable de corromper a los jóvenes, porque no creía en los dioses del Estado y porque en lugar de éstos, ponía divinidades nuevas bajo el nombre de demonios.

Los acusadores eran tres representantes del establishment griego: Melito, líder de los poetas, Anito, de los políticos y Licón, de los oradores. En la Apología, es Melito el principal antagonista y con el que Sócrates polemiza.

Durante la audiencia Sócrates fue desvirtuando, una a una, las absurdas acusaciones haciendo uso de una forma de razonar lógica e impecable. Por lo que se refiere al cargo de no reconocer a los dioses, porque enseñaba que el Sol y la Luna eran cuerpos celestes conformados por algún tipo de materia -piedras y tierra-, Sócrates responde que en este aspecto solamente plantea el conocimiento al que han arribado otros filósofos, como Anaxágoras.

“¿Pero tú acusas a Anaxágoras, mi querido Melito? -se defiende el acusado- Desprecias a los jueces, porque los crees harto ignorantes, puesto que te imaginas que no saben que los libros de Anaxágoras están llenos de aserciones de esta especie.”

El tono de las deliberaciones entre uno y otro, fue dibujando un claro contrapunto entre la razón, la lógica y el conocimiento de la época, por un lado, y la ignorancia, la superstición y la sinrazón, por el otro.

Sócrates era consciente que sus opiniones no gozaban de la aceptación de la mayoría de los atenienses y les advierte: “Estad persuadidos, atenienses, de lo que os dije en un principio; de que me he atraído muchos odios, que esta es la verdad y que lo que me perderá, si sucumbo, no será ni Melito ni Anito, será este odio, esta envidia del pueblo que hace víctimas a tantos hombres de bien y que hará perecer, en lo sucesivo, a muchos más; porque no hay que esperar que se satisfaga con el sacrificio sólo de mi persona… Pero, quizá, fastidiados y soñolientos, desecharéis mi consejo y, entregándoos a la pasión de Melito, me condenaréis muy a la ligera.”

Respecto al papel de los jueces, Sócrates señala que no deben ser complacientes con las peticiones de grupos interesados. Para que tomen una decisión imparcial y apegada a derecho, es preciso que las partes intenten persuadirlos y convencerlos con pruebas y argumentos, “porque el juez no está sentado en su silla para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola”.

Terminados los alegatos, el jurado, conformado por 556 jueces, condenó a muerte a Sócrates por una mayoría de votos de 281 contra 275. Se dice que al terminar el juicio, Apolodoro de Falero, uno de los más destacados estudiantes, le dijo a Sócrates que lo que más lo afligía era ver morir a su maestro inocente, a lo que Sócrates le contestó: ¡querrías mejor verme morir culpable?

Esta última reflexión ejemplifica el hecho lamentable de que a Sócrates le asistía la razón, pero Melito tenía los votos que lo condenaron.

A lo largo de la historia existen innumerables ejemplos de que, en ambientes sumamente enrarecidos por una especie de fervor, éxtasis o fanatismo colectivo, se han cometido monstruosidades e injusticias contra personas o grupos inocentes.

Cuando los tribunales estuvieron en manos de cierto tipo de iglesias -calvinistas, protestantes y católicos, esta última con el Tribunal de la Santa Inquisición- se llevaron a la hoguera (y no es metáfora) a numerosos herejes, apóstatas y “brujas”. El juicio a Galileo sigue siendo una vergüenza para la iglesia. Peores atrocidades se cometieron durante el predominio del furor nacionalsocialista, fascista y estalinista.

Durante la Revolución Francesa, en la época conocida como El Terror (1793-1794), incitado por el político demagogo Robespierre, el fervor ideológico, anticlerical y antinobleza, hicieron que se llevaran a cabo diversas masacres e innumerables ejecuciones contra personas consideradas traidoras a la causa de la revolución o sospechosas de conspiración. A menudo, fueron víctimas de esas ejecuciones los propios dirigentes que por alguna circunstancia cayeron en el descrédito, como Danton y el propio Robespierre.

Existen muchos ejemplos de injusticias cometidas por jurados influenciados por ambientes ideológicos y políticos envenenados. Son pruebas irrefutables de la necesaria independencia judicial respecto de una ideología, religión, partido hegemónico, grupo de interés, o de los caprichos de un caudillo.

Voltaire, en su Tratado sobre la tolerancia, presenta el caso de Jan Calas, un ciudadano francés de 68 años, quien, en 1762, fue condenado a fallecer en un aparato de tortura y muerte conocido como La Rueda. Calas era un ciudadano católico ejemplar, que vivía en la ciudad de Toulouse, dominada por fanáticos protestantes. Lo acusaron de haber matado a su hijo, quien supuestamente iba abjurar de la religión católica. La acusación surgió de una voz anónima durante una manifestación, que la turba se encargó de repetir a tal grado de que nadie la puso en duda. El jurado “se dejó llevar” por el fervor popular y lo condenó, pese a las pruebas irrefutables que el acusado presentó en su favor. Voltaire señaló que esos acontecimientos singulares deberían llamar la atención de su época y la posteridad, para que no se repitieran.

El famoso caso del capitán francés de origen judío, Alfred Dreyfuss, que fue declarado culpable de espionaje y traición por un tribunal militar, en una época alrededor de 1898, en la que predominaba un acentuado sentimiento nacionalista y antisemita. Gracias a la importantísima carta que el escritor Émile Zola escribió al presidente de la república, Félix Faure, conocida como J’Accuse, y a la batalla librada en favor de Dreyfuss por destacados intelectuales, fue que, un jurado diferente, la Corte de Casación, exonerara años después al condenado, no sin innumerables contratiempos.

En el lamentable asunto del matrimonio Ethel y Julius Rosenberg, una mancha indeleble para la justicia norteamericana, un jurado, influenciado por el espíritu paranoico de persecución anticomunista de la época, impulsado por el senador republicano Joseph McCarthy, en 1953 condenó a la pareja a morir en la silla eléctrica acusados de espiar para los rusos. El principal testigo en contra de la pareja confesó, años después, que sus acusaciones habían sido falsas.

Esta breve, pero ejemplar, lista de casos negativos debería servir como advertencia de que la justicia debe guardar absoluta independencia y autonomía respecto de las ideologías políticas o religiosas; permanecer a buen resguardo de los vaivenes de los humores colectivos de resentimiento y venganza y, que los jueces no deben ser militantes políticos, fanáticos o comprometidos feligreses.

En las deliberaciones públicas de estos días hemos observado un claro contrapunto entre quienes de manera racional y lógica han alertado de lo absurdo y riesgoso del sometimiento de la justicia a la causa del partido hegemónico y quienes influenciados por un entusiasmo épico destructivo exponen solo consignas huecas. A los primeros les asiste la razón, pero nuestro Melito tiene los votos para a doblegar a la república y a la democracia representativa.

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