La igualdad es un concepto que debe ser analizado con cuidado cuando se trata de la realidad social. Como sucede en otros casos, el significado semántico que en su uso cotidiano asignamos a este término, es distinto a aquél que se da cuando se utiliza refiriéndose al aspecto humano. Al hablar de igualdad dentro de una sociedad, no podemos reducir el término a una condición que haga suponer que las personas, sus relaciones y la actitud que asumen frente al poder sean equiparadas con una operación matemática o una fórmula química. En este contexto, la igualdad no es sinónimo de lo exacto o lo idéntico, sino de lo diverso a partir de condiciones que hacen únicas e irrepetibles a todas las personas. En lo humano, lo social y lo político, la igualdad no es homogeneidad, sino pluralidad e individualidad.
¿Cómo plantear, entonces, a la igualdad como uno de los elementos dentro de la nueva agenda de fundamentales del Estado? Para comenzar, debemos asumir a la diversidad como la principal característica de la vida humana y, paradójicamente, el factor determinante para provocar y profundizar la desigualdad. Los entornos en los que nos desarrollamos, el resultado de las relaciones que establecemos, la actitud que asumimos frente al poder, así como las habilidades, incapacidades, cualidades y defectos que nos caracterizan, nos hacen distintos. Nadie dentro de una sociedad es igual a otro, pero la diferencia no puede ser motivo para suponer que unos son mejores que los demás. En este sentido, una de las más importantes tareas del Estado es servir como herramienta para reducir aquellas diferencias que dificultan el desarrollo de las personas.
En segundo término, es necesario comprender que la igualdad no es un concepto monolítico, sino que su contenido se construye desde ámbitos tan distintos como el filosófico, el jurídico, el social o el político. Desde un plano filosófico, la igualdad encuentra sustento en el reconocimiento de la dignidad como aquella cualidad común a todas las personas que las hace titulares de los derechos humanos, en tanto que obliga a los Estados a garantizar el cumplimiento de estos. En cuestiones jurídicas, se basa en que, sin importar sus condiciones particulares, las leyes deben de ser aplicadas de manera idéntica a todas las personas. En el ámbito social, implica que todos quienes integran una sociedad gocen de las mismas oportunidades para desarrollar su vida a partir de no ser discriminados y excluidos por factores como el sexo, la edad, el color de piel, la condición económica, entre otros. En lo político, radica en la posibilidad de todas las personas para participar en la toma de decisiones que incidan en la vida colectiva.
Si bien la igualdad absoluta es imposible – e incluso indeseable – de alcanzar, la búsqueda de esta debe ser una tarea permanente de cualquier Estado. Renunciar a ella por considerar que se trata de una utopía equivaldría a justificar el fracaso del Estado como un ente que debe mirar por el bien común. Frente a la compleja situación por la que atraviesan los Estados en el mundo, con especial énfasis en el caso mexicano, resulta indispensable comprender que el reconocimiento, protección y garantía de los derechos humanos; el respeto al marco normativo que nos regula; los principios de no discriminación e inclusión social, así como la consolidación nida de la democracia, son tareas esenciales en las que sociedad y gobierno deben participar con voluntad y convicción. Caer en el lugar común que justifica las desigualdades como resultado lógico de la vida en sociedad, es tanto como rendir la plaza a la ley del más fuerte y la selección natural. De cara a la oportunidad que los tiempos de la política nos presenta, asumamos la búsqueda de la igualdad como compromiso indefectible en la construcción de una agenda de fundamentales.
Profesor de la UNAM y consultor político
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