Uno de los fenómenos que aparecieron con la hegemonía política de la 4T es la proliferación de propagandistas que emiten opiniones con un acentuado dogmatismo, ofreciendo loas y justificaciones al actual régimen. Al hacer de esta práctica su “modus videndi”, contribuyen al declive del pensamiento crítico y sobre todo, al descrédito de la política. Sus límites intelectuales resultan evidentes, ya no digamos para iluminar el futuro o para interpretar el pasado, sino incluso, para explicar el presente. Esta figura del propagandista o mejor dicho, del intelectual orgánico se encuentra en auge en los tiempos del pensamiento único. Esto no significa que los escritores y los artistas se estén extinguiendo, que exista menos talento o que se escriban menos libros. Simboliza la preeminencia del propagandista como un actor tradicional con sus manías de poder, su servilismo ante la política, su compromiso con las posiciones de partido y su renuncia a la crítica y al uso público de la razón. Es un tipo de activista que utiliza un discurso estigmatizador que cierra sus horizontes a las nuevas dimensiones de la convivencia humana.
Esto acontece en momentos en los que se necesita comprender la compleja realidad de nuestro tiempo. Los verdaderos Frente a la crisis moral que caracteriza a la nueva clase política, la cultura tiene tareas a las que no puede renunciar. En primer lugar, definir los caminos para encontrar soluciones pacíficas a las controversias que plantea la polarización en la que hemos caído. En segundo lugar, ejercer el espíritu crítico como una actitud razonada, laica e ilustrada frente a una realidad que reclama soluciones incluyentes. Por último, definir los senderos para mantener la vigencia de las libertades civiles y políticas de los ciudadanos. Se requiere de un arquetipo de intelectual para el presente, un sujeto de cultura comprometido con la libertad y, al mismo tiempo, un crítico del sistema. Es decir, de un pensador humanista preocupado por las luchas sociales, y capaz de enfrentar a los sistemas autoritarios tanto de izquierda como de derecha.
Actualmente llamamos intelectuales a quienes en el pasado se denominaban sabios, filósofos, doctos, eruditos, estudiosos, literatos o escritores. A lo largo de la historia, el intelectual ha sido un transmisor y un difusor de ideas, alguien que explicando la realidad, contribuye a transformarla. Además, se distinguen de quienes detentan el poder económico basado en la riqueza o el poder político basado en la fuerza, porque ejercitan un poder específico basado en las ideas. Es una obligación del pensamiento libre contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la democracia.
Después del apabullante triunfo electoral del oficialismo, se incrementó la pérdida de rumbo, el desconcierto generalizado y la ausencia de sentido. La carencia de ideas y el declive de las interpretaciones caracterizan el momento actual. Es incorrecto concebir a los intelectuales sólo como pensadores, quienes por lo refinado de sus ideas no tienen un compromiso con la realidad. Por el contrario, decir la verdad y practicar la libertad han sido sus banderas.
El “sembrador de dudas” para decirlo en palabras del filósofo de la política, Norberto Bobbio, tiene el deber de no obedecer otra ley que la verdad, por ello el tema de la relación entre el pensamiento y el poder, es una cuestión difícil, no solo porque el intelectual y el político tienen vocaciones, ambiciones, capacidades y proyectos diferentes, sino porque no existen fórmulas sencillas, ni soluciones únicas, para establecer esta relación.
El espíritu crítico se contrapone al dogmatismo que concibe a la política como un espacio rígido e inmutable. En esta perspectiva, la tarea de los intelectuales debe ser, justamente, la de sembrar dudas y no la de recoger certezas.
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