La orientación de las políticas públicas o -si se prefiere- de los humores, respecto al papel de la inversión extranjera en el desarrollo nacional ha pasado por diferentes etapas en la historia reciente del país. Desde las más restrictiva, durante las primeras décadas posrevolucionarias, hasta las más propicias que tuvieron su inicio a partir de la década de los ochentas, cuando se inició la apertura de la economía a los mercados globales.
El artículo 27 constitucional estableció los límites, los cuales permanecieron prácticamente inamovibles hasta los años setentas. En 1973 se estableció una legislación en materia de inversión extranjera que, si bien reconocía su importancia en el desarrollo interno, seguía siendo limitante. Su nombre no dejaba dudas al respecto: Ley para Promover la Inversión Mexicana y Regular la Inversión Extranjera. Fue hasta la Ley de Inversión Extranjera de 1993, en el preámbulo del TLCAN, cuando se eliminaron actividades reservadas a la inversión nacional, se simplificaron trámites, se ofrecía mayor certeza jurídica y se hablaba francamente de promover este tipo de inversión en el país. El marco jurídico establecido por México en los tratados comerciales con diversos bloques comerciales y países individuales, terminaron por consolidar un ánimo de fomento de este tipo de inversión.
La inversión extranjera se mueve en dos grandes ámbitos: el financiero y el de la economía real. La inversión financiera o de portafolio es aquella que se coloca principalmente en bonos de deuda emitidos por el gobierno y las empresas. Es una inversión de muy corto plazo que viene y va con relativa rapidez y está sujeta a criterios de riesgo y rentabilidad. Los principales actores en este segmento son los fondos de inversión globales que gestionan los dineros excedentes de las empresas y los ahorros de pensionistas y personas físicas. En México, los tenedores foráneos de deuda llegaron a registrar un saldo de alrededor de 116 mil millones de dólares durante el 2018 y disminuyó a cerca de los 80 mil millones durante los tres primeros años de la presente administración. Es previsible que en los próximos meses estos recursos vuelvan aumentar si se mantiene el ritmo de incremento de las tasas de interés.
La inversión extranjera directa, a diferencia de la de portafolio, es de largo plazo y está dirigida a la instalación de activos productivos de nuevas empresas o a la ampliación de la capacidad de empresas ya instaladas. Este tipo de inversión tuvo un nivel muy bajo hasta la mitad de los ochentas (se movía en un rango de entre mil y dos mil millones de dólares) y a partir de ahí se disparó. Se duplicó en los primeros años de los noventas y se cuadruplicó durante los primeros años de vigencia del TLCAN. Para el año 2000 alcanzaba ya niveles de 18 mil millones de dólares. El año 2013 alcanzó un máximo histórico de 48 mil millones de dólares. El país nunca ha vuelto alcanzar ese límite. De esa fecha para acá se estancó en un rango que va de entre 30 y 35 mil millones de dólares.
La apertura comercial y la inversión extranjera dieron un impulso mayúsculo al volumen de las exportaciones nacionales y cambiaron la estructura del comercio exterior. Hasta antes del TLCAN casi dos terceras partes de los productos exportados estaban asociados a los alimentos, textiles, petróleo, transporte y químicos. En la actualidad cerca del ochenta por ciento son exportaciones manufactureras relacionadas con aparatos eléctricos, componentes electrónicos, automóviles, maquinaria y equipo, metalúrgica y otros bienes industriales. El monto de las exportaciones totales se multiplicó por cuatro durante los noventas, al pasar de alrededor de los cuarenta mil millones de dólares a los ciento setenta mil. Se estima que en este año esta cifra rondará los quinientos mil millones de dólares.
De ese tamaño ha sido el impacto que han tenido la inversión extranjera y la apertura comercial en la estructura económica de México, sin embargo, ese cambio de fisonomía no fue parejo ni benefició a todos por igual.
El treinta por ciento de la inversión extranjera se concentró en sólo dos estados: La Ciudad de México y el Estado de México, otro treinta por ciento en los seis estados fronterizos del norte y alrededor del veinte por ciento en cinco estados: Jalisco, Guanajuato, Querétaro, Puebla, y San Luis Potosí.
El resto del país no se benefició o lo hizo muy poco. Tenemos ahora un México escindido y más desigual regionalmente. Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Tlaxcala. Hidalgo, Michoacán, Nayarit y Zacatecas son estados que registran el producto por persona más bajo. El modelo exportador y de apertura a la inversión les pasó de lado.
Las preguntas pertinentes que nos hacemos ante estos resultados son: ¿cambiamos el modelo o lo hacemos más incluyente? ¿Le pasamos la factura de la desigualdad regional a la inversión extranjera y a la apertura comercial y volvemos la economía más restrictiva y cerrada como era antes de los años ochenta?
El actual gobierno tiene una gran confusión al respecto, porque si bien firmó con Estados Unidos y Canadá el TMEC, que coloca al país en la trayectoria de los últimos años, en el día a día ha sido consistente en torpedear la confianza de los inversionistas y ha intentado apartarse de los términos firmados, iniciando ya una ruta de juicios y litigios costosos. El daño causado es evidente. Se puede ver en la disminución de inversiones en algunos sectores. De la inversión extranjera total, la inversión directa nueva es del treinta y siete por ciento, el resto corresponde a reinversión de utilidades y operaciones entre compañías. Es decir, no hay un aumento espectacular en la apertura de nuevas empresas, los inversionistas han decidido reinvertir sus flujos excedentes en las ya existentes.
La política actual está motivada por un prejuicio y un error. El prejuicio tiene que ver con la idea de que la inversión extranjera quiere venir a expoliar al país y verlo como una nueva tierra de conquista. El error es de cálculo: se piensa que el país puede sólo y que la inversión pública puede reemplazar a la extranjera.
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