1.
Desmemoriado como suele ser el debate nacional, conviene recordar la enorme aportación a la historia de la educación en el país y la creación de los libros de texto gratuitos de Jaime Torres Bodet, de quien el próximo año conmemoraremos su 50 aniversario luctuoso.
El 13 de mayo de 1974 el escritor y diplomático mexicano, que fuera en dos ocasiones secretario de Educación Pública, tuvo la valentía y la dignidad de pegarse un tiro en la cabeza cuando padecía un cáncer terminal. Tenía entonces 72 años. Le debemos nada menos que la reforma al artículo tercero de la Constitución que en 1946 abolió el exabrupto ideológico de la educación socialista -establecido en el arranque del sexenio de Lázaro Cárdenas- y el decreto que en 1959 permitió la elaboración y la impresión masiva de los libros de texto gratuitos.
De enorme talento y sorprendente precocidad, tenía apenas 19 años cuando José Vasconcelos lo nombró su secretario particular en el tiempo que se desempeñó como rector de la Universidad Nacional. Meses después, cuando el presidente Álvaro Obregón designó a Vasconcelos como secretario de Educación Pública, Torres Bodet pasó a ocupar la dirección del Departamento de Bibliotecas de la SEP, y desde ahí contribuyó a la gran cruzada educativa que emprendió Vasconcelos, entre ellas la impresión y distribución masiva de libros de autores clásico y otras lecturas para niños, que son el primer antecedente en firme de nuestros libros de textos gratuitos. Sería ésta su primera aproximación a un proyecto aún más ambicioso que el vasconcelista, el cual le tocaría encabezar cuatro décadas más tarde.
En la década de los veinte Torres Bodet consolidó su vocación literaria e intelectual como uno de los integrantes de la generación de los Contemporáneos, y a partir de 1929 sumaría a su trayectoria pública el ingreso al servicio exterior mexicano. Una carrera acelerada en la diplomacia lo llevó en 1940 a ocupar la subsecretaría de Relaciones Exteriores en la primera mitad del sexenio de Manuel Ávila Camacho. A partir de 1943, y por espacio de tres años, ocupó por primera vez la cartera de educación. Desde ahí operó con gran pericia las reformas que permitieron revertir la camisa de fuerza socialista del artículo tercero, para reorientar la educación impartida por el Estado desde una perspectiva más incluyente que se propuso como objetivo general el de “desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentar a la vez el amor a la patria y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y en la justicia”.
En el nuevo sexenio de Miguel Alemán fue nombrado secretario de Relaciones Exteriores y dos años más tarde ocupó desde París una de las posiciones internacionales más relevantes para un mexicano en el siglo XX: secretario general de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Que en el mayor organismo internacional para el fomento de la educación haya estado al frente quien una década después impulsaría la creación de los libros de texto en México, no es una coincidencia sino uno de los capítulos más edificantes y perdurables de nuestra historia contemporánea.
En 1952 concluyó su cargo al frente de la UNESCO y en 1954 regresó a París como embajador de México en Francia. Hubiera deseado quedarse más de cuatro años en la Embajada de México y destinarle un poco más de tiempo a su obra literaria -Octavio Paz comentó alguna vez la hazaña de personajes como Torres Bodet que por construir a las instituciones mexicanas sacrificaron lo más valiosa para un escritor: su propia obra-, pero en 1958 el presidente electo Adolfo López Mateos lo mando a llamar para pedirle que ocupara por segunda ocasión la titularidad de la SEP.
Cuenta en sus memorias que no era un cargo que deseara a esas alturas, pero que no pudo negarle al presidente la principal tarea que le encomendó: fortalecer la educación en el país en un tiempo en el que 38 por ciento de la población era analfabeta y el nivel educativo medio de la población adulta apenas llegaba a los dos años de escolaridad. Tres meses después de asumido el cargo, en febrero de 1959, Torres Bodet puso en el escritorio del presidente el proyecto de decreto para la creación de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito. Tal era su principal apuesta para darle un nuevo impulso a la educación del país. Sólo los caprichos de la historia pueden explicar que cuatro meses después falleciera su mentor José Vasconcelos, el gran fundador del aparato cultural y educativo del México moderno.
2. Antes siquiera de que se conocieran sus contenidos, la obligatoriedad de los libros de texto gratuitos despertó las protestas de los primeros afectados por el decreto: los autores y las editoriales privadas agrupados en la Sociedad Mexicana de Autores de Libros Escolares, que habían lucrado por décadas con la venta y el precio de los libros. Firmaron desplegados y dirigieron cartas al presidente alegando que el decreto atentaba contra la libertad de los padres a escoger la educación de sus hijos y contra la libertad del mercado editorial. Lograron incluso que la Barra Mexicana de Abogados se pronunciara a su favor, señalando como anticonstitucional la obligatoriedad de los libros producidos por el Estado.
Poco después, una vez que se conoció el contenido laico, científico y la coloratura nacionalista y revolucionaria de los primeros libros, se sumaron a los reclamos la ultra conservadora Unión Nacional de Padres de Familia, el Partido Acción Nacional, la jerarquía de la iglesia católica y diversas agrupaciones empresariales. El asunto escaló a un nivel que amenazó con desbordarse y cuyo momento cumbre se presentó el 2 de febrero de 1962 en la ciudad de Monterrey, cuando en la macro plaza de la capital de Nuevo León se reunieron más de cien mil personas que al final de la manifestación quemaron libros al calor de la consigna “¡México sí, Comunismo no!” (TV azteca y Salinas Pliego nos recodarían sesenta años después que la historia se repite primero como tragedia y luego como comedía, como escribiera don Carlos Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte).
La habilidad política de Torres Bodet fue clave para que además de sumar como presidente de la CONALITEG a un escritor de renombre: Martín Luis Guzmán, nombrase como “representantes de la opinión pública” en la Comisión a los directores de los cincos diarios capitalinos de mayor influencia: Excélsior, El Universal, Novedades, La Prensa y la cadena García Valseca. De esta manera, y a pesar que especialmente desde las páginas editoriales de Excélsior y El Universal se ensañaron contra los libros de texto, logró que a la vuelta de un trienio se apagaran las protestas y los libros cobrasen finalmente la legitimidad y el consenso con el que gozan hasta nuestros días.
Nombró como asesores de los comités pedagógicos para la elaboración de los primeros libros de textos a Agustín Yáñez, Alfonso Caso, José Gorostiza, Arturo Arnaiz y Freg, Alfonso Teja Zabre, Ignacio Chávez y Alfonso Reyes. Y sacó una convocatoria pública para la elaboración de esta primera tanda de libros, ofreciendo un pago de 75 mil pesos a sus autores. Cuánto tendrían que aprenderle en el presente los encargados de la CONALITEG y de la SEP a don Jaime Torres Bodet.
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