Opinión

El rey de la onda

no

puedo

imaginar

que

un

día

moriré

“Inventando que sueño”.

José Agustín reveló una nueva forma de narrar, le quitó lo solemne a la literatura mexicana y fue un revolucionario de la forma. Carlos Monsiváis acusaba la influencia de la generación beat estadounidense en la narrativa que Margo Glantz llamó de “la onda”. Sé que a Agustín no le gustaba el calificativo, pero él inició el cambio en el lenguaje de sus historias, que correspondía a la manera de hablar y de entender las experiencias de los jóvenes que se rebelaron en los años sesenta y setenta contra la manera clasemediera de ver el mundo, surgida de la posguerra y del milagro económico mexicano, un desarrollo alto, que se sostuvo desde 1940 a 1970. Creo que es en Pasto Verde, que Parménides García Saldaña, otro escritor de “la onda” se burlaba de una “familia eternamente viviendo en un edificio”. En aquel entonces los representantes de la clase media mexicana tenían autos y casa propia y miraban hacia el American way of life. Pero además de la vuelta contracultural, surgió, propiciado por la literatura de José Agustín, un habla codificada que dividía a la juventud del espacio de los adultos, ese ámbito tiránico, en el que generalmente el padre mandaba y la madre y los hijos obedecían sin chistar. El cine nacional retrató muy bien este universo, como en Una familia de tantas (1949), dirigida por Alejandro Galindo y protagonizada por Fernando Soler, el temible padre, una joven Martha Roth y David Silva, entre otros.

Ese cosmos clasemediero mexicano lo rompe la “literatura de la onda”, en la que, además del rey José Agustín, se cuenta a Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña y a René Avilés Fabila. La jerga ondera le debe mucho al rock y, curiosamente, a la jerga delicuencial de los cuarenta. Así se conformó.

La primera novela que leí del gran Agustín fue La tumba (1964). La encontré en casa de mi hermana y de mi cuñado y la leí de un tirón. Allí no tenía el ojo vigilante de mi padre, quien había disfrazado una versión al español de Lolita de Vladimir Nabocok, cambiando la cubierta por una que no decía nada, como si fuera un libro fantasma, sin título ni autor.

La tumba alumbró una nueva forma de narrar y de experimentar la primera juventud, como la de Gabriel Guía, el protagonista y sus vicisitudes a los 16- 17 años de edad, un fan de Wagner, concretamente de la ópera de Lohengrin, de Stravinsky y, por supuesto, del rock and roll. Gabriel es escritor, escribe en inglés y en francés, tiene aventuras sexuales con chicas e incluso con su tía. El texto se encuentra permeado de cinismo. No es en absoluto una novela de aprendizaje, un Bildungsroman, sino una que arroja a Gabriel al vacío.

La obra de Agustín es inmensa. Agustín fue prolífico, incansable y su vida rica en episodios interesantes. Para obtener la mayoría de edad, se casó a los diecisiete años con Margarita Dalton y ambos viajaron a Cuba a alfabetizar. Era un ese momento crucial, se pensaba, de la historia latinoamericana. No se sabía en el desastre que acabaría el socialismo en Cuba. Su matrimonió no duró ni un mes. Poco después se casaría con Margarita Bermúdez, con quien vivió toda la vida, salvo la etapa del romance de Agustín con Angélica María, y tuvieron tres hijos, Andrés, gran editor, Jesús, neurólogo y escritor, y José Agustín, dibujante. El extraordinario autor de la Tragicomedia mexicana: la vida en México de 1940 a 1970 incursionó en el cine, en la psicodelia, en las drogas, pero el “reventón de los años sesenta, el rock and roll, el cotorreo buenísimo que nos traíamos en aquella época” no disminuyó en nada la capacidad creadora del joven escritor. Al contrario, es un grande de la literatura mexicana.

La novela De perfil la publica en 1966, a los 22 años. Más allá de su desenfado, de la iniciación de un adolescente en la vida, Rodolfo Valembrando, que narra lo que ocurre en cuatro días de su existencia, su relación con su padre, sus cuates, las chavas, es una novela, escribió Ramón Xirau, “de quien busca, sabiendo que no habrá de encontrarlo, el paraíso de la inocencia perdida una vez que se ha perdido la historia” pero, antes que nada, es un texto de experimentación narrativa, original , que ha abierto las puertas de la lectura a varias generaciones.

Salto en el tiempo y me salto muchas de las publicaciones de Agustín. El terrible Negro Durazo, jefe del Departamento de Policía y Tránsito, mandó arrestar a José Agustín y a unos amigos suyos, a los que creían traficantes de drogas. Al escritor lo encarcelaron en el siniestro Palacio de Lecumberri. Allí escribió Se está haciendo tarde (final en la Laguna) publicada por editorial Mortiz en 1973. La novela la escribió en bolsas de tortas y charlando con José Revueltas. Para el novelista aquella resultó muy difícil, aunque aprendió mucho de sí mismo.

En la primera edición de Ciudades desiertas (1982) que me da gusto tener, como otros libros de José Agustín, en su primera publicación de editorial Diana, Elena Poniatowska escribe en la contraportada:

“Este es un libro que le hormiguea a uno en las manos, que se lee de una sentada y lo deja a uno enfebrecido, gozoso, dispuesto al amor.”

Esta novela ocurre en una ciudad de Estados Unidos, Recordemos que Agustín fue profesor visitante en la Universidad de Denver y conocía bien el mundo de la gringuez. No recuerdo si Eligio, su personaje, utiliza esta palabra, pero podría apostar que sí. Trata de la búsqueda afanosa para encontrar a su mujer, Susana, y con ello borra de un plumazo el machismo mexicano, pues se somete de lleno a la vida de su amada. Como siempre, Agustín es divertido, irreverente, volcánico.

Falta mucho por decir. Agustín estudió Letras Clásicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. También dirección en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos y composición dramática en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Dirigió el largometraje “Ya sé quién eres, te he estado observando” y escribió varios guiones y aún obras de teatro. Fue un adolescente prodigio y un narrador prodigioso, tanto como novelista de varias novelas como de relatos cortos, en los que ante todo experimentaba con la propia trama y con la manera de referirla. Creo que se acercó más a James Joyce que a los beat y creó una literatura consistente y sin parangón.

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