Uno de los más grandes maestros del Derecho estableció hace más de 18 siglos la definición de un concepto a partir del cual los seres humanos hemos realizado un sinfín de reflexiones en cuanto a su complejidad, alcance e implicaciones en el funcionamiento de las relaciones sociales. La justicia, decía el Ulpiano, era la constante y perpetua voluntad de dar a cada quien lo suyo. En el mismo sentido, durante el siglo VI, Justiniano – reconocido entre otras cosas por su papel como gran compilador del Derecho de aquella época – estableció en el Digesto que “Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi”. Antes que estos dos hombres de leyes lo hicieran, filósofos como Cicerón, Aristóteles y Platón plantearon también lo que a su juicio era esta característica que los actos, las personas y las sociedades debían poseer. La justicia, es claro, ha sido un concepto que por decenas de siglos ha importado debido al carácter gregario de las personas y a la necesidad de encontrar en ella un punto de equilibrio para la construcción de las relaciones interpersonales y la realización personal.
Si griegos, romanos y tantas otras civilizaciones han tenido clara la relevancia de la justicia, ¿cómo es que la sociedad de hoy se ha extraviado en su evolución y ha olvidado algo tan importante? Por supuesto que el nuestro no es un caso exclusivo en el mundo, como tampoco esta época constituye un momento único. Para ser francos, la justicia es una idea en la que la inmensa mayoría coincide en su carácter de principio o valor superior y fundamental, pero ante la que pocos están dispuestos a ajustar su comportamiento y limitar sus aspiraciones. De eso que nos corresponde solo queremos lo bueno y rehuimos de lo malo, tratando de minimizar nuestra responsabilidad con las colectividades a las que pertenecemos. La justicia, pareciera, lo es en tanto satisfaga las expectativas de cada uno y no de lo acordado por todos a manera de pacto o contrato social.
El derecho ha buscado ser, desde su establecimiento como elemento de la organización social y política llamada Estado, el criterio para definir aquello que a cada quien corresponde. Por supuesto que no se trata de un parámetro infalible, pero cuando menos tiene las características de ser estable y no ajustarse a conveniencia particular de las personas dependiendo de las situaciones específicas. Con todas las fallas propias de la naturaleza humana y la ética, la ley sí es la ley no por capricho, sino por ser lo que más nos conviene como sociedad. En todo caso, si la ley deja de ser justa lo que corresponde es adecuarla y hasta devolverle su sentido esencial y no simplemente burlarla o violentarla. Si no lo entendemos esto querrá decir que no hemos comprendido una de las razones principales de ser del Estado y, en particular, del gobierno.
Hoy que la justicia parece una palabra hueca en el que retumba el eco de la indiferencia, debemos recuperar su carácter fundamental en la vida colectiva. El déficit de justicia es tal que trasciende de lo legal y contamina lo social, lo económico e incluso lo ético. A la falta de justicia legal, hoy se suman aquellas que tiene que ver con la distribución de la riqueza; el beneficio social y colectivo; la reconciliación con el pasado y la reparación de lo dañado. En la construcción de una agenda de fundamentales, el lugar que debe ocupar la justicia es preponderante. Como sociedad debemos tomar el compromiso hacia nosotros y los otros, pero también el reto para encauzar al gobierno a respetar lo legal, fomentar las oportunidades, procurar un piso mínimo para todos, reconocer los errores y excesos del pasado y asumir las deudas con las víctimas de la injusticia. En ello nos va nuestro destino.
Profesor de la UNAM y consultor político
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