Como no podemos cambiar a los hombres a cada paso,
cambiamos las instituciones.
JEAN LUCIEN ARRÉAT
El pasado 18 de junio se cumplieron catorce años de la reforma constitucional en materia penal más significativa de los últimos tiempos, porque implicó una completa renovación a nuestro sistema de justicia penal, no sólo en aspectos procedimentales sino es aspectos sustantivos fundamentales para el adecuado tratamiento y procesamiento de las personas involucradas en el drama penal. Antes de ese momento, esta rama jurídica se caracterizaba por ser de corte inquisitorio, es decir, uno en el que prevalecían los derechos y ventajas procesales para la autoridad, en detrimento de los derechos y libertades de las personas particulares.
Ejemplos concretos sobran. La carga de la prueba, por ejemplo, correspondía a la persona imputada de un delito, quien por sí o mediante su defensa, debía allegarse de todos los elementos posibles para demostrar su inocencia. Casos aún peores como el de la “reina” de las pruebas, que se ganó ese mote a pulso, aceleró la obtención de “confesiones” de la persona para que se tuviese como culpable del delito, situación que no solo lo dejaba formalmente indefenso, sino que, en los hechos, propiciaba la comisión de actos de tortura, de corrupción pública e impunidad.
Campeaba la impartición de justicia penal en manos, no de juzgadores, sino de sus secretarías de apoyo; así se reproducían por miles los casos en que una persona sentenciada no tenía la gracia de entrevistarse nunca con quien lo juzgaba y sentenciaba. Se logró, en beneficio de la persona imputada, la separación de jueces especializados en tramos de proceso. Uno para vigilar y garantizar la observancia de derechos fundamentales, admitir pruebas y vincular a proceso; otro para la sustanciación del juicio y uno más para la ejecución de sanciones penales.
En general, la simple definición constitucional de los principios generales sobre los que se sostiene el proceso penal y el objeto al que se aspira, constituyen una brújula que delinea con suficiente claridad la siempre recurrente y nunca desdeñada espíritu de la ley.
Como era obvio, una reforma de este calado, por más necesaria y urgente que fuera, requirió tiempo no sólo para la emisión de adecuaciones y creaciones normativas secundarias, sino también para las complejas labores de implementación material y de divulgación, educación y sensibilización de operadores y destinatarios. Ocho años tardó la entrada en vigor del nuevo sistema penal acusatorio.
A partir de entonces, me refiero a 2016, ya con el afortunado fortalecimiento que significó la otra gran reforma constitucional en materia de derechos humanos de 2011, la sociedad mexicana comenzó el gran reto de la transformación, para abandonar la idea del prejuicio de culpabilidad, privilegiando el reconocimiento de la inocencia original de las personas; la caduca e inalcanzable meta de hallar la verdad histórica, fue sustituida por la pretensión de esclarecer los hechos; ponderar la reparación del daño para la víctima y no la retribución o venganza, entre otras, dice también mucho de lo que queremos ser.
Naturalmente, incluso antes de su entrada en vigor, hubo una corriente contra reformista que, por aquellos entonces acusó una especie de colonización normativa de nuestro vecino país del norte, que nunca acabó por demostrarse. A pesar de las críticas y resistencias, el modelo avanzó.
La violencia, el delito, la inseguridad, sin embargo, no obedecen a las normas, al revés, son las disposiciones quienes se vuelven rehenes y, a veces, por desgracia, burla viva de la realidad que las aplasta. Con eso quiero decir que no es el modelo convencional, ni constitucional ni legal a los que se deben las condiciones delictivas que hoy imperan. Sin el menor afán de falsos triunfalismos, con todo y los montones de retos y deudas pendientes, soy de quienes -usualmente- prefiere ver el vaso medio lleno y, quizás por eso, aún cuando mi deseo sea la expresión puramente objetiva, puedo asegurarles que sin el cambio paradigmático que inició hace más de una década, hoy México no sería un país más justo.
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