Opinión

Un libro de texto en los sexenios de Diaz Ordaz y Echeverría

El 30 de agosto de 1971 se imprimieron en la Ciudad de México los 835 mil ejemplares de la sexta reedición revisada y corregida del libro de Historia y Civismo para sexto año de primaria a cargo de la Comisión Nacional de los Libros de Textos Gratuitos (CONALITEG). La primera edición databa de 1966, de modo que es justo afirmar que el libro representa la visión que sobre ambos temas avalaban dos periodos sexenales: el de Gustavo Díaz Ordaz y el de Luis Echeverría, dos estilos personales de administrar el autoritarismo y de deletrear al nacionalismo revolucionario en clave de libro de texto. Es curioso observar, además, que historia y civismo iban en el mismo paquete.

Historia universal -primera parte del libro-, la de los otros. Historia cívica y moralizante -su segunda parte-, la nuestra.

Con la portada proverbial que le debemos al pintor Jorge González Camarena y a la modelo Victoria Dornelas -la representante de la patria mestiza de báculo y túnica blanca de evocación más bien helénica- en las páginas preliminares del libro se tuvo a bien incluir el directorio de la CONALITEC y el de su consejo consultivo.

Presidía la Comisión nada menos que Martín Luis Guzmán. Eran vocales de la misma cinco notables mexicanos de gran trayectoria e indudable talento: el poeta y diplomático José Gorostiza, el escritor y bibliófilo José Luis Martínez; Arturo Arnáiz y Freg, uno de los grandes historiadores mexicanos del siglo XX que el tiempo injustamente ha olvidado; el célebre matemático Alejandro Barajas; y don Jesús Romero Flores, uno de los legendarios políticos ilustrados del antiguo régimen que mereció la medalla Belisario Domínguez.

Sorprende aún más encontrarse en los tres “representantes de la opinión pública” -así les llaman- a dos poderosos empresarios y a un periodista icónico: Rómulo O´Farril -empresario de los medios electrónicos-, José García Valseca -dueño de una enorme cadena de periódicos-, y Julio Scherer García, director de Excélsior.

Había pues en la presentación de todos estos nombres un mensaje implícito por el que se quería subrayar la seriedad con la que se emprendió la tarea de hacer los libros, y el tejido político fino que se necesitó para obtener el aval simbólico de personajes de gran influencia y poder como los tres ya citados.

A diferencia de que lo que pasaría después, cuando se condenó al anonimato la autoría de los libros de texto, en este caso dos historiadores muy notables y respetados firman como sus autores: Eduardo Blanquel y Jorge Alberto Manrique, ambos, por cierto, profesores míos cuando estudié historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Mucho me temo que, a pesar de la probidad de ambos historiadores, el libro por un lado no pasaría la prueba del tiempo en términos de la exposición de sus temas históricos, su visión de la “historia universal” y la torpeza didáctica con la que fueron concebidos y redactadas cada una de las lecciones del libro, mientras que la sección final destinada al civismo es un cúmulo deslavado de lugares comunes, omisiones significativas y guiños autoritarios revestidos de lecciones de patriotismo. Dudo incluso que la sección de civismo haya salido de la pluma de ambos inteligentísimos y experimentados historiadores.

El libro se compone de 246 páginas, de las cuales, 205 se destinan en seis capítulos a recorrer los periodos básicos de la historia de la humanidad, mientras que marginan el tema del “civismo” a las últimas 40 páginas del volumen.

Impera una visión marcadamente eurocéntrica de la historia. No había pasado aún la historiografía mexicana por el filtro crítico y renovador que trajeron las visiones menos excluyentes y más diversas y complejas del acontecer histórico. En otras palabras, es un libro que básicamente narra la historia de Occidente desde una perspectiva profundamente occidental.

Cuando se refieren a la civilización China, por ejemplo, de un plumazo la juzgan y condenan: ”debido a que China tuvo muy pocas relaciones con el exterior, no progresó más y se fue quedando estancada poco a poco”: (p.29), Su conocimiento de China es tan precario que afirman cosas totalmente insostenibles, como decir que el confucianismo y el taoísmo eran las “dos religiones de China” y que se trataba “de religiones politeístas cuyos dioses principales eran el cielo, el sol, la tierra y los ríos”. Y sostienen: “los chinos construyeron la Gran Muralla, pero al mismo tiempo se aislaron de los demás países y ello fue causa de que su cultura se estancara”. (p.39)

El itinerario histórico comprende un repaso de las “grandes civilizaciones”: China, Japón, Egipto, Mesopotamia, los persas, los fenicios, los hebreos, Grecia y Roma. Todo ellas ocupan las primeras 108 páginas del libro, mientras que apenas se destinan cuatro párrafos a las que llaman “otras grandes culturas antiguas”. “En América, después de las antiguas culturas preclásicas, aparecieron culturas muy elaboradas como la teotihuacana, la tolteca, y la azteca en México; la maya, en México, Guatemala y Honduras. (…) Produjeron magníficos monumentos y obras de arte”. (p.66).

La edad media ocupa 40 páginas del recorrido, el periodo moderno que va del renacimiento hasta finales del siglo XIX otras 50, mientras que los dos capítulos dedicados al siglo XX destinan 30 páginas a la Primera y Segunda Guerra Mundial, y apenas un párrafo de cuatro líneas a la Revolución Mexicana.

La conclusión de todo el recorrido aparece en la página 205: “las culturas de todos los pueblos se han ido relacionando entre si hasta constituir una sola cultura universal que prácticamente es válida en el mundo entero. Hoy en día no se puede hablar de culturas diversas sino de una gran cultura mundial que participa (..) de unas mismas convicciones y de iguales maneras de vida. (…) En todo el mundo los edificios modernos son más o menos parecidos, en las ciudades de todo el mundo la gente se viste más o menos en igual forma”. (p.205). Pronosticaron “el fin de la historia” dos décadas antes que Fukuyama.

Si hubo un consenso entre los historiadores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX sobre la pertenencia del pasado mexicano a la “rueda de la historia universal”, en la narrativa del libro persiste sin embargo una actitud electiva y excluyente que nos ubica en un lugar marginal de dicha rueda. La Historia con H estaba en otras latitudes, la mexicana había que aprenderla en la próxima lección del libro: encapsulada en la camisa de fuerza del civismo y del patriotismo revolucionario.

En las páginas del civismo se explica lo elemental: los principios de la Constitución, la división de poderes, la división territorial y el federalismo. Le precede un resumen de la historia nacional de la conquista al siglo XX en 15 páginas. Se explican las nociones de territorio, pueblo, gobierno y justicia social pero no aparece una sola mención a tres temas fundamentales: las elecciones, los partidos políticos y los derechos humanos.

A cambio, la última página se reservó a un decálogo de buena conducta titulado “Mi servicio a México”:

Punto número 2: “México necesita y merece, para asegurar su dicha y para aumentar su grandeza, el trabajo intelectual y material de sus hijos y la moralidad de todos ellos”.

Punto número 4: “Debo ser agradecido con mis padres y con mis maestros, reconocer los sacrificios que realizan por mi educación; hacer buen uso de los conocimientos que he recibido, y cumplir con las normas de buena conducta que me han inculcado”.

Punto numero 7: “Lucharé contra el vicio, el alcoholismo, la mentira, la deslealtad, el fraude, la violencia y el crimen”. 

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