Durante la misa “los dos orinaron al pie del altar principal de una iglesia de Long Beach” California y de paso, “comieron las flores del sagrario y bebieron el agua de los mismos cántaros”. El párroco denunció los hechos y la indagatoria resultó en que se trataba de dos pacientes que meses antes habían sido desalojados de los hospitales estatales de Creedmore y Pilgrim, durante la primera oleada de “desinstitucionalización” de la atención siquiátrica promovida, ni más ni menos, por el gobernador del estado, Ronald Reagan, en 1973.
Según la derecha de entonces, había que privatizar todo servicio público que fuera posible, con el añadido de que la salud mental -los cuidados- y la psiquiatría se creían disciplinas promovidas por la ideología comunista. Por eso, tan pronto Reagan llegó a la presidencia, los republicanos echaron por la borda el informe que el expresidente Carter había encargado para conocer el problema de salud mental en Estados Unidos.
La historia es ampliamente documentada por el Doctor Edwin Fuller Torrey, un esencial de la psiquiatría norteamericana en su libro (American Psychosis: How the Federal Government Destroyed the Mental Illness Treatment System) del que recientemente conocimos un capítulo (no se lo pierdan https://bit.ly/3z8a3Lu). Allí aparece documentado, con abundante evidencia y con el testimonio de los mejores médicos, los efectos reales de la clausura de los centros psquiátricos, exactamente la medida que anunció, sin mayor justificación, el señor Jorge Alcocer, Secretario de Salud mexicano.
Alcocer no se tomó la molestia de informar cuales son los centros u hospitales que cerrarán; cuales quedarán activos para los casos más extremos; cuantas camas se clausuran; cómo ayudarán a las familias de los enfermos. Nada. Solo alcanzó a formular, que las personas con enfermedad mental "requieren una atención integral desde la familia… En la práctica… es que ya no hay hospitales psiquiátricos. Voy a tomar esta situación como una decisión, una decisión que no sólo es México". Cierto. Allí y donde se han dado las evaluaciones de esos cierres, no son nada buenas.
El primer efecto es que los enfermos, sobre todo los más pobres, van a la calle. Según los estudios del doctor Fuller (retrato de los efectos del reaganismo de los 80), acaban quedándose sin hogar entre el 27 y el 33 por ciento de los pacientes expulsados. Solo los que pertenecen a familias pudientes, terminan en casas de cuidado privadas. En general, en la calle o en la casa, son sujetos de abuso y acaban cometiendo crímenes por los que generalmente fueron arrestados: el 17 por ciento de los encarcelados, fueron enfermos mentales durante los seis y doce meses posteriores a su “liberación”.
Y algo más: se vuelve un problema de tal dimensión que, al cabo, las policías y los presidios acaban asumiendo las tareas de los hospitales psiquiátricos: cuidados, tratos y protocolos especiales de atención. Al final, las ciudades o los condados tienen frente a sí, un número no controlado de enfermos mentales no tratados.
En 1988, el Instituto Nacional de Salud Mental estimó para EU: 120 mil pacientes mentales crónicos volvieron a ser hospitalizados; 381 mil estaban en hogares de ancianos; entre 175 mil y 300 mil vivían en hogares de pensión y entre 125 mil y 300 mil no tenían hogar. El 10 por ciento de los reclusos en cárceles -aproximadamente 100 mil personas- sufrían de esquizofrenia o psicosis maníaco-depresiva. No estaban en un centro de cuidado, sino en la prisión, el doble que en la década de los sesenta.
No es casual -advierte Fuller Torrey- que la década dorada del reaganomics comenzará con el asesinato al ex congresista Allard Lowenstein por parte de Dennis Sweeney. Que Mark David Chapman matara a John Lennon y que John Hinckley disparara al propio Ronald Reagan. Los tres perpetradores sufrían de esquizofrenia no tratada.
La evidencia está allí: los pacientes no se quedan en su casa, se van a la calle; sufren y son maltratados, enrolados por el crimen y frecuentemente acaban en la cárcel, no en un hospital. Los más enfermos, son capaces deejecutar daños incalculables.
Cerrar los centros psiquiátricos, dice Fuller, es la locura misma.
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