Los dos temas más relevantes de la agenda política nacional son, sin duda, la sobrerrepresentación en la integración de la próxima Cámara de Diputados y la reforma al Poder Judicial de la Federación, especialmente, lo relativo a la elección por voto popular, directo y secreto de los ministros, magistrados y jueces, que tienen una relación de medio y fin, es decir, sin la mayoría calificada de las dos terceras partes del partido en el gobierno y sus aliados no es posible llevar a cabo las modificaciones constitucionales necesarias para desintegrar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para reconstituirla con ministros del Pueblo.
Ambos son temas que se plantearon en la campaña, el primero era uno de sus objetivos, la obtención de la mayoría calificada del Congreso de la Unión para evitar negociar las reformas constitucionales para continuar con el llamado segundo piso de la 4T, y el segundo era una propuesta para obtener el voto popular promovida desde el Palacio Nacional, a través de su presentación a la Cámara de Diputados, el 5 de febrero, como una de las 18 reformas constitucionales del presidente López Obrador.
El debate ha sido fuerte en los medios de comunicación y las redes sociales y las posturas se agrupan en bandos opuestos, aparentemente, irreconciliables, lo que deja entrever que el margen de negociación es limitado y el escenario augura que habrá un vencedor y un perdedor, lo que disminuye las probabilidades de que haya una reconsideración de parte oficialismo. Ceder es doblarse y esto sería iniciar el gobierno con pie izquierdo.
Estos debates son una confirmación de que la batalla que se libra involucra a dos modelos de constitucionalismo. Uno orientado a la democracia representativa, el respeto al pluralismo político y la promoción de los derechos humanos y otro vinculado a la democracia popular, la concentración del poder para continuar la transformación y el impulso del interés general sobre los intereses de las minorías y los individuos. Los proyectos nacionales de las visiones que soportan a cada uno de estos modelos son diametralmente contrarias y ninguna mayoritaria en términos absolutos.
En 2024, Morena y sus aliados serán quienes determinen el rumbo constitucional con una mayoría del 54% de las votaciones y más del 66% de la Cámara Diputados y una mayoría similar en la Cámara de Senadores, con lo que es factible que se concrete la reforma judicial en septiembre. Si esto sucede, el mensaje será claro y fuerte para el resto de los actores políticos, quienes para obtener espacios o prebendas deberán alinearse al proyecto gubernamental, so riesgo de correr la misma suerte, que posiblemente padezcan los ministros, los magistrados y los jueces.
Ahora bien, ambos bandos tienen argumentos razonables, que se pueden compartir o no, pero lo destacable es que, como cambiaron de lugar en el tablero del juego político, Morena defiende las ideas del PRI del viejo régimen, que estuvo contra la apertura democrática de las últimas dos décadas del siglo XX y el PRI y el PAN tomaron la estafeta del Frente Democrático Nacional de 1988, encabezado por Cárdenas, quien combatió dos veces contra una elección de Estado.
La razonabilidad a la que me refiero es paradójica. Por un lado, la secretaria de gobernación y, seguramente, próxima dirigente de Morena defendiendo la cláusula de gobernabilidad (que es la disposición constitucional que valida la sobrerrepresentación) diseñada por Miguel de la Madrid y Manuel Barttlet para quitarle fuerza a la izquierda en la Ciudad de México, y, por el otro, los dirigentes del PRI y del PAN, alegando que nos les apliquen dicha cláusula, a pesar de que ellos no tuvieron ningún pudor, cuando se la aplicaron a López Obrador, cuando era dirigente del PRD y de Morena. Hoy los discursos se intercambian.
Con independencia de los conflictos entre los políticos, la cuestión trascendente es ¿cuál será el modelo constitucional de los próximos 30 años? ¿Habrá una reversión de las principales reformas de las últimas cuatro décadas? ¿Regresaremos a la redacción original de la Constitución de 1917 propia de un Estado social de derecho, intervencionista y con el poder concentrado en el Ejecutivo? ¿Profundizaremos en el constitucionalismo multinivel y abierto al pluralismo jurídica, que corresponde al Estado constitucional y democrático de derecho?
Estas preguntas se resolverán después del 1º de octubre. Lo único cierto, en estos momentos, que en septiembre se librará la batalla por la reforma judicial, cuyo resultado será la “marca de agua” del gobierno de Sheinbaum, pero no necesariamente marque el rumbo de nuestro constitucionalismo, el cual tiene otros factores estructurales fuera del control de cualquier gobierno. La globalización, el desarrollo tecnológico disruptivo, el cambio energético, la necesidad de inversión privada, extranjera y nacional, y la demanda de una mayor seguridad e igualdad social están ahí. No se van, ni se desvanecen.
Profesor de la Universidad Panamericana
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