Transcurridos los primeros tres meses del año en curso, varios países han cumplido su cita con las urnas, en un año en el que más de sesenta países y la mitad de la población mundial decidirá los destinos de sus sociedades a través del sufragio, en el marco de sus procesos democráticos nacionales. Países como Azerbaiyán, Belarús, Finlandia, Indonesia, Irán, Pakistán, Portugal, Zimbabwe y más recientemente Rusia, han celebrado comicios ya sea para (re)elegir mandatarios, renovar parlamentos nacionales y congresos locales, así como otros puestos públicos. No sobra decir que en este contexto, más que una fiesta democrática, para ciertas voces y medios especializados el modelo de la denominada democracia liberal corre más riesgos que nunca, habida cuenta de los retos que representan los procesos políticos de países como Rusia, Indonesia, Irán, India y otros países como México, en los que perciben que el autoritarismo gana terreno aprovechándose de la democracia. Como en todos los fenómenos políticos, económicos y sociales, los matices y las particularidades son importantes para entenderlos mejor, más allá de generalizaciones o de intereses creados. Ello viene a colación de situaciones como la mexicana, en las que especialistas y medios informativos, dentro y fuera del país, han adoptado narrativas astutas, en ocasiones al margen del equilibrio y el rigor analítico. Cosa de observar el transcurso de las llamadas campañas sucias de sectores de oposición en contra del oficialismo, sobre todo de su dirigente y candidata, en el proceso electoral, a contracorriente de lo que indican las tendencias demoscópicas en su amplia mayoría. Parece resultar más redituable denostar antes que proponer y verificar.
Justo es decir que ello no es exclusivo de la realidad mexicana, ya que en otras latitudes se observan situaciones similares en el marco de realidades sociales crispadas. De manera que los riesgos a la democracia no provienen exclusivamente de supuestos autócratas reales o figurados, sino también de sectores que aspiran a ejercer el poder de una manera interesada, o en todo caso democrática a su estilo, por decirlo de manera elegante.
En este contexto, el país que ha acaparado reflectores es Rusia, cuya sociedad eligió al presidente Putin para un quinto mandato de seis años, hasta 2030. En un proceso electoral de tres días (15-17 marzo), en el que participó, según cifras oficiales de ese país, el setenta y siete por ciento del electorado. El mandatario reelegido logró un nuevo término de gobierno, con más del 87 por ciento de los votos en su favor frente a cuatro candidatos deslucidos, presuntamente autorizados por el gobierno como contendientes. Las razones por las que esta elección ha cobrado tanta atención son numerosas, y van desde el hecho de que se trata de la primera elección presidencial rusa desde su agresión militar a Ucrania en 2022, pero también de que el actual mandatario ruso ha dirigido los destinos de su país desde 1999 de manera férrea, convirtiéndole en paradigma del autoritarismo contemporáneo en el mundo, probablemente incluso por encima del caso chino y de otros regímenes en el mundo que han merecido este adjetivo. Desde luego no han faltado las voces que han señalado que las elecciones tuvieron lugar tras la muerte en prisión de Navalny, considerado el principal y real opositor de Putin.
Un elemento central que ha estado presente en los análisis postelectorales sobre Rusia, es el de tratar de explicar y encontrar sentido a que un personaje con el control sobre su sociedad y el poder de Putin, se tome la molestia de convocar a comicios para un nuevo mandato. En principio es contradictorio que un dictador busque ser electo, pues para algo se es un dictador. Sin embargo, como es sabido, probablemente el reto fundamental a enfrentar de todo sistema dictatorial es el de la sucesión en el poder. Un dictador por más vigoroso que sea tiene un periodo de vida finito. La dictadura suele terminarse con el dictador.
En la teoría sobre los sistemas democráticos, ese problema está resuelto como parte del rejuego político, literalmente como un principio básico, aún en aquellos sistemas en los que es aceptada la reelección por periodos acotados y no indefinidamente, lo cual lleva ya a otro terreno. Más allá de las campañas sucias en las que el sistema político mexicano parece estar cobrando (tristemente) experiencia, si que puede contribuir a la reflexión sobre este punto crucial del fenómeno ruso. Como se recordará, durante la época del porfiriato, a caballo entre los siglos XIX y XX, el general Porfirio Díaz logró mantenerse en el poder por más de tres décadas, precisamente renovando su mandato a través de elecciones. Claro está que eran elecciones en las que se sabía de antemano quien resultaría ganador. No es gratuito que la principal reivindicación del movimiento maderista que acabó con la dictadura de Díaz, fuera la de sufragio efectivo, no reelección: una reivindicación política en favor de una democracia auténtica.
Hacia finales de la tercera década del siglo XX, ya fracasada la revolución en su esencia, los actores políticos mexicanos convinieron en la creación de un gran partido nacional que permitiera la conciliación de las diferencias sin recurrir a los alzamientos, los pronunciamientos y las asonadas militares. Ese gran acuerdo político dio lugar al partido PNR, luego PRM y finalmente PRI, que gobernó el país ininterrumpidamente el país a todo lo largo del siglo XX. El autoritarismo mexicano renovó su contenido a través una institución, maquinaria de Estado según algunos analistas, a partir del legado porfirista. La transmisión del poder se resolvió a través de elecciones pretendidamente democráticas, en el marco de un partido político amplio y omnipresente. Esa articulación política pervivió por décadas, y el partido político, aunque disminuido en alcance y amplitud, sigue funcionando hasta la fecha.
En su ambición de poder, Putin podría estudiar el caso del autoritarismo mexicano del siglo XX.
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