Tras su visita a México de nueve semanas en 1822, Joel R. Poinsett regresó al país en 1825, ya convertido en ministro plenipotenciario del gobierno de Estados Unidos, equivalente en la actualidad al puesto de embajador. Nada menos que el primero de los Estados Unidos en México, en los albores de una relación que ahora cruza el umbral del segundo centenario.
Le otorgó el nombramiento el presidente John Quincy Adams, el mismo que siendo Secretario de Estado autorizó su primera visita tres años atrás. Una vez ratificado por el Senado de su país, el primero de junio de aquel año presentó sus cartas credenciales al presidente Guadalupe Victoria, y por más de 4 años quedó al frente de la representación diplomática estadounidense en la capital mexicana, ubicada en una casona ya desaparecida de Tacubaya.
Los mil 700 días que Poinsett permaneció en México en esta segunda ocasión, el grado de influencia que llegó a ejercer en la política mexicana, lo mismo que el nivel de animadversión que provocó -y que se expresó públicamente de diversas maneras hasta que el gobierno del presidente Vicente Guerrero pidió formalmente su retiro al gobierno de Washington- resumen en muchos sentidos la desgarradora complejidad y las múltiples tensiones que definen estos dos siglos de relación: tanto en la manera misma como nos tratamos y vemos entre ambos países, como en las profundas divisiones internas que se han presentado en México a la hora de definir una postura en relación a nuestro vecino.
A la historiografía nacionalista de México, con razones suficientes y legítimas para sentirse agraviada, por otro parte se le nubla la vista y se deja llevar por el rencor ciego al fincarle a Poinsett un carácter de villano mayor, que admitiría por lo menos varios matices desde la actualidad critica de la historiografía contemporánea.
Afirmar, como lo hizo el admirado historiador y diplomático mexicano José Iturriaga, que tras salir de México “Poinsett dejó minada la paz interior del país” -una idea en la que coincidía José Fuentes Mares, otro historiador de fuste- no sólo resulta desmesurado, sino que se ajusta con precisión a esa tendencia muy nacional por la cual hemos atribuido nuestros principales males a factores externos, y a la culpa de los otros: los de afuera, los imperialistas, los colonizadores y los neo colonizadores de siempre.
Poinsett, en efecto, alentó a la logia Yorkina que se identificaba con el modelo republicano y federalista de los Estados Unidos y en ese sentido provocó la animadversión de sus contrarios, los miembros de la logia Escocesa que se inclinaban por un modelo europeo y centralista de gobierno para México, lo mismo que de aquellos -no tan pocos- que aun suspiraban por un regreso al seno de la madre patria española. Pero de ahí a que, como resultado de sus “intrigas”-que las tuvo- lo hagamos responsable del estado de división y precariedad política con la que el país atravesaba sus primeros años de vida independiente, hay una enorme distancia.
Baste un sólo dato al respecto. Cuando Poinsett regresó a Estados Unidos recién había llegado a la presidencia Andrew Jackson. Se mantuvo en el cargo por ocho años, entre 1829 y 1837. En este mismo periodo México tuvo 16 gobernantes. No hay manera de sostener que Poinsett nos dejó envenenado el pozo de la política nacional, éste ya se había contaminado mucho antes y así lo seguiría a casi todo lo largo del siglo XIX. Más aún, en los poco más de cuatro años que permaneció en el país como embajador, México tuvo cinco presidentes, uno de ellos -Vicente Guerrero, yorkino confeso que simpatizó con Poinsett y no obstante se vio obligado a pedir su retiro- fusilado.
Esta relación de amor y odio con Estados Unidos que llega a tener visos esquizofrénicos, la representa con creces el dato casi olvidado por el cual sabemos que el presidente Guadalupe Victoria -nuestro prócer de seudónimo insuperable- nombró al veterano militar estadunidense, David Porter, como comandante en Jefe de la Armada Mexicana.
Si Poinsett intervenía en nuestros asuntos internos apoyando a la facción pro estadounidense yorkina que evolucionaría en el partido liberal, el representante británico, Henry George Ward, hizo lo propio al apoyar al rito escocés pro europeo que devino en el partido conservador. Los dos polos ideológicos y las dos visiones políticas que atraviesan el siglo XIX mexicano y que Edmundo O´Gorman identifica como “el trauma de nuestra historia” decimonónica en su magnífico ensayo sobre el tema: dos facciones confrontadas a muerte, cada una defendiendo un modelo importado e idealizado de gobierno, y en muchos sentidos ambos ajenos a la particularidad nacional.
Si al cabo de guerras civiles, invasiones extranjeras y el despojo de nuestro territorio resultó triunfadora la facción cuyo relato histórico ponderaba al liberalismo y fustigaba a los conservadores, en ese mismo relato -que a su vez alimentó el nacionalismo revolucionario y lo sigue haciendo- se les olvidó mencionar que, de origen, lo que se propusieron los liberales fue imitar el modelo estadounidense, precisamente el mismo que promovía en México su malvado y vilipendiado representante, Joel R. Poinsett.
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