Opinión

México, un país de personas endeudadas

Si Nietzsche tenía razón, uno de los principales síntomas de una sociedad decadente es la presencia masiva de las deudas: éstas sujetan económicamente a las personas, pero sobre todo, las estigmatizan, las señalan como responsables de una obligación adquirida ante sus amos (los acreedores), perpetuando con ello la sujeción política y moral; es decir, la deuda es uno de los principales mecanismos de control social de nuestra torcida modernidad.

El lenguaje es revelador de esta condición, sobre todo en el ámbito de la política donde el mayor éxito de los que mandan (que no necesariamente gobiernan), se encuentra en hacer sentir -literamente sentir- a los que obedecen, que lo poco que tienen se lo deben a quienes ejercen su señorío sobre ellos.

Nada más patético, desde esta óptica, que una masa “agradecida” con quienes llevan a cabo “sacrificios interminables, trabajando de sol a sol” para llevarles hasta sus platos las migajas del presupuesto público. Y en ese mismo sentido, lo patético del “pueblo agradecido” ante sus gobernantes “esforzados y sacrificados”.

Un pueblo endeudado es un pueblo que ha hecho de la deuda y la culpa su modus vivendi; y en sentido estricto, ello mismo le lleva a perder su estatus de Pueblo, pues al comportarse de esa manera, en realidad se trata de una colectividad que ha devenido en una masa adormecida, obediente y dispuesta a aceptar la humillación de vivir dominada por sus amos, sus acreedores.

Constituye pues, un error conceptual, o al menos una limitación importante, reducir el problema de la deuda a una cuestión estrictamente económica. Por el contrario, se trata de un fenómenos político, que se sustenta en la construcción de una ética y de un conjunto de supuestos respecto de lo que somos y podemos ser.

Lo sorprendente en nuestros días, no es sólo la persistencia de sociedades donde predominan modelos de poder y sumisión de la mayoría, sino la magnitud que ha alcanzado la servidumbre humana vía la deuda y con ello, el acrecentamiento de las desigualdades en el acceso a condiciones de bienestar, aparjadas a las desigualdades en el acceso al poder.

Recurriendo a las estadísticas oficiales, con el propósito de mostrar efectivamente la magnitud que este fenómeno tiene en el caso mexicano, hay que decir que, según el INEGI, en el 2019 había 36.64 millones de hogares en México; de ellos, sólo había 15.7 millones sin deudas; y en sentido opuesto, había 20.8 millones con deudas; de ellos, 4.23 millones tenían deudas hipotecarias, y 19.7 millones con deudas no hipotecarias.

Es interesante observar también que son los hogares con más integrantes los que tienen deudas no hipotecarias, pues del total con esta característica, 14.8 millones de los hogares endeudados tenían 3 o más integrantes, frente a 8.6 millones, con el mismo número de integrantes, que no reportaban deudas no hipotecarias.

Pero estos datos son previos a la salvaje irrupción de la pandemia (salvaje porque es la propia intervención humana la que la provocó); y será muy importante conocer los datos que dé a conocer el INEGI en el futuro sobre esta materia. Mientras tanto, el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo con Equidad, en coordinación con UNICEF y el PUED-UNAM, documentaron a través de la Encuesta COVID19 (ENCOVID19, 2021), el nivel de endeudamiento que tuvieron los hogares mexicanos durante la pandemia.

Destaco de esta encuesta cuatro datos: el primero: en el pico de la pandemia, alrededor de marzo de 2021, el 57% de los hogares tuvieron que pedir prestado para enfrentar la crisis económica asociada a la emergencia sanitaria; pero ese nivel se mantenía en 52% en octubre de 2021.

El segundo dato es el relativo a que en el 34% de los hogares del país, alguna o alguno de sus integrantes, que antes no lo hacía, tuvo que comenzar a trabajar, para complementar el ingreso familiar. Tercer dato: 44% de los hogares dejaron de pagar las deudas que ya tenían con aterioridad. Y cuarto dato: el 27% de los hogares tuvieron que vender o empeñar bienes para sortear la crisis.

Todos aquellos que hemos estado en alguno de esos escenarios, sabemos perfectamente que no hay salida: la deuda tendrá que pagarse, con intereses y condiciones leoninas en la mayoría de los casos, lo cual sólo es posible gracias al entramado jurídico y hacendario que se mantiene en nuestro país, y el cual no proviene de la mano invisible y equilibradora del mercado, sino de los pactos políticos que se mantienen vigentes y que permitieron que, en la pandemia, los más ricos se hicieran aún más ricos, y los más pobres atestiguasen la profundización de su miseria.

Una sociedad con estos niveles de endeudamiento, de lo ingresos que tenemos, y de la precarización del empleo que se ha documentado profusamente, es una que tiene, literalmente, hipotecado su futuro; y no es solo porque tendrá que trabajar inmisericordemente para cumplir con sus “obligaciones contractuales”, sino porque moral y éticamente, esto constituye un caldo de fermentación en el que puede florecer mayor resentimiento, mayor discordia, menos libertad y, claro está, mayor poder para quienes han detentado siempre el poder. 

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