Trampas y trifulcas, se repitieron por todo el país. Este fin de semana, las irregularidades fueron la norma en la elección de consejeros de Morena. No hay democracia, ni participación convencida, ni respeto por la competencia política en ese partido.
Urnas y boletas quemadas y saqueadas en Ayutla, Guerrero, Cárdenas en Tabasco, Huehuetán y Copainalá en Chiapas. Enfrentamientos a golpes en Acapulco, Guerrero, Ixmiquilpan en Hidalgo, Juchitán, Oaxaca y Acayucan, Veracruz. Entrega de despensas o dinero y amenazas a informadores en alcaldías de la Ciudad de México.
En Veracruz, funcionarios del gobierno estatal llenaban boletas que luego colocaban en las urnas. En Xalapa, docenas de empleados públicos debieron formarse desde la noche anterior para asegurar que irían a votar. En Querétaro, un operador de Morena ofrecía dinero para que votaran por su candidata. El Motozintla, Chiapas, a los empleados municipales se les obligó a llevar diez votantes cada uno. En Tacámbaro, Michoacán, un policía fue fotografiado cuando rellenaba urnas.
Los acarreos proliferaron por doquier: en Villahermosa igual que en Colima, en Cuajimalpa y Tlalpan. Hay docenas de testimonios de personas formadas para votar sin saber por quién lo harían, pero que llevaban anotado en un papelito los nombres que deberían respaldar.
Los anteriores son solamente unoscuantos de los numerosos casos de trampas y reclamos exhibidos en redes y medios, y por miembros de Morena, ante el cochinero que fue la elección para delegados distritales.
Morena, en rigor, no es un partido político y el escandaloso desaseo en esa elección indica que está lejos de llegar a serlo. No es, al menos, un partido de masas cuyos militantes participen persuadidos de ideas o causas políticas. No tiene una estructura alimentada por la presencia convencida de sus afiliados. En vez de ello, es un caparazón para muy variados y contradictorios intereses.
La estructura que realmente funciona en Morena es una red de varios millares de operadores locales, adheridos a grupos de interés con referencias nacionales, que se coaligan o enfrentan según sus necesidades en cada momento. Para decirlo parodiando a Borges, no los une el amor sino la codicia.
Durante sus primeros años Morena funcionó como un movimiento político porque el afán para ganar la presidencia, articulado en torno a la figura de su fundador y propietario, era suficiente para mantenerlo activo. Ahora que hay morenistas en una gran cantidad de posiciones de gobierno y representación el partido tendría que cumplir con la doble tarea de articularlos a ellos mismos y, a la vez, vincularlos con la sociedad.
La falta de un proyecto político claro (porque más allá del afán para conservar el poder las arengas del presidente López Obrador no ofrecen un horizonte con definiciones programáticas claras) dificulta la cohesión entre los cuadros de Morena. Por otro lado, la dependencia respecto del presidente es la causa principal de la fuerza, pero también el mayor riesgo para Morena como organización política. La adhesión en torno a López Obrador moviliza y cohesiona al partido en coyunturas críticas. Pero en el día a día, y especialmente cuando se trata de tomar decisiones locales, el partido no es un marco de referencia suficiente para contener las ambiciones de los grupos locales.
Quizá hay excepciones pero, en términos generales, los militantes activos de Morena no creen en la democracia. La pedagogía política en ese partido es la que ha impuesto su caudillo. Para López Obrador la única legalidad reconocible es la que le conviene, a las instituciones las considera instrumentos desechables, no le interesa convencer sino arrebatar. ¿Qué otra cosa van a hacer, entonces, los miembros del partido creado para promover la imagen del hoy presidente?
Los zafarranchos, el tráfico de votos y las extorsiones políticas que vimos estos últimos dos días de julio fueron, según Morena, “asambleas distritales” aunque en realidad se trataba de largas filas de personas que fueron a votar. En cada distrito deben haber sido electos cinco mujeres y cinco hombres que serán, al mismo tiempo, integrantes del congreso y luego del consejo de su estado, así como delegados al congreso nacional del 17 de septiembre. Se trata de 3 mil personas que constituyen la red de operación política de Morena en todo el país. La disputa por el privilegio de formar parte de ese grupo, que articula representación, recursos e influencia clientelar, ocasionó el acarreo y las reyertas que han sido tan reveladoras de la antidemocracia que predomina en ese partido.
Las reglas para esas votaciones favorecieron el acarreo y la afiliación masiva y, en buena medida, forzosa. Pudieron participar “todas las personas Protagonistas del Cambio Verdadero”. Así, nada más. Si no eran miembros de Morena, los interesados podían afiliarse allí mismo. Coaccionados para no perder algún apoyo del gobierno, miles de ciudadanos ahora son miembros de ese partido porque así se los indican los caciques de su colonia.
En Morena convergen dos tristes tradiciones políticas. Por una parte, en ese partido se ha mantenido el priismo cavernario que tantos fraudes impuso en el transcurso del siglo pasado. Además, allí se encuentran expresiones de las izquierdas más atrasadas, negadas a la deliberación y a la construcción política y afectas a la incultura del agandalle, para decirlo con un vocablo mexicano.
Muchos adversarios de Morena se alegran ante el incivilizado espectáculo de este fin de semana. En realidad, esa antidemocracia resulta muy preocupante. Se trata del partido político más importante de México. Según datos de esa organización, sus autoridades locales gobiernan a 73 millones de mexicanos. La incapacidad de Morena para tener un proceso de elección interna sin estafas ni violencia es una gravosa carencia, pero también una advertencia.
Esas fallidas elecciones, en donde ganan los engaños y las simulaciones, permiten refrendar la necesidad para que nuestra democracia esté apuntalada en una institución electoral autónoma y con reglas claras y estrictas. Después de la deplorable exhibición que han ofrecido, los morenistas carecen de autoridad política o moral algunas para querer afectar al INE y la legislación electoral.
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