El salto al siglo XX alborotó las aspiraciones del México porfiriano. La expansión de la ciudad, la pretensión de colocarla a la par de las grandes ciudades del mundo, como Nueva York o París, espoleaban a los funcionarios públicos y a los empresarios con ánimo emprendedor. Esos sueños urbanos se tradujeron en una oleada de proyectos que enviaron al rincón del cascajo a numerosas construcciones de orígenes virreinales. Con ellas se fue una parte de la agitada historia política, literaria y gastronómica de la capital. Cuando se supo que cerraba el muy famoso y elegante Café de La Concordia, a muchos, aunque no lo confesaran, se les rompió un poquito el corazón.
Los habitantes de la ciudad de México amanecieron, el 3 de enero de 1906 con la noticia, ahí, en las páginas de El Imparcial, con la respuesta al enigma de las primeras horas del año: el Café de La Concordia estaba cerrado, y nadie sabía la causa. No habían pasado ni tres días cuando la maña de un reportero resolvió la incógnita, y trajo la melancolía y la tristeza:
“Difícilmente habrá alguien que no haya visto lo que fue en época no lejana el restaurante hoy pasado de moda que entonces era centro de reunión de la juventud dorada de la capital y de casi todos los personajes que, hará treinta años, nos llegaban del extranjero, desde el acaudalado negociante hasta los toreros de cartel”. En unas cuantas pinceladas, el reportero del Imparcial retrataba la importancia y la fama del Café de La Concordia, preparando lo que se iba a convertir en su oración fúnebre.
¿Bastaba que La Concordia hubiera pasado de moda para que se decretara su desaparición? No, no se trataba exactamente de eso. Era la fatalidad, la ambición, el afán de modernizar y embellecer las calles de la ciudad, en particular las cercanas a la Plaza de la Constitución, con el propósito de que nada tuvieran que envidiar a las modernas capitales de otras latitudes.
Por eso, la explicación al cierre de La Concordia, que pudo conseguir y consignar el reportero de El Imparcial sonaba a responso por el siglo que se había quedado atrás, por las muchas historias que se habían tejido en sus mesas y gabinetes. La realidad era de lo más terrenal y pedestre: una compañía de seguros había comprado el edificio de la esquina de Plateros -hoy Madero- y San José del real -Isabel La Católica- y coincidió con el vencimiento anual del contrato de arrendamiento del gran local que ocupaba La Concordia. Era seguro que la Aseguradora La Mexicana tenía otros planes para el terreno, ubicado en la calle más importante de la ciudad: la muy elegante Plateros, donde Manuel Gutiérrez Nájera, el famoso Duque Job, había mirado caminar a la mujer de sus sueños.
Tenía razón el reportero de El Imparcial: “con la evolución de la ciudad decayó mucho, aunque siempre fue de primer orden”. Y era cierto: la ciudad crecía con proyectos habitacionales innovadores y elegantes: en la calle de los Héroes, contigua al panteón de San Fernando, se construían casas elegantísimas, y, para 1906, la muy, pero muy elegante colonia Roma, era una postal europea en el suroeste de la ciudad, lo mismo que su vecina, la colonia Juárez. En el Paseo de la Reforma había ya espléndidas mansiones. En suma, la ciudad empezaba a modernizar su rostro, y se desprendía de los aires virreinales que todavía predominaban en algunos rumbos. La Reforma liberal de mediados del siglo XIX había convertido a la capital en un espacio republicano, definitivamente laico, pero no había cambiado radicalmente el espacio, desde un punto de vista arquitectónico. El sueño del progreso porfiriano se iba a encargar de eso.
LA CONCORDIA: UN CAFÉ DE ALTOS VUELOS
Con el Café de La Concordia se iba un pedacito de la historia de la ciudad. El establecimiento había nacido en 1868, cuando, entre el resurgimiento de la vida cultural republicana y liberal, y las muy intensas críticas a la reelección del presidente Juárez, algunas costumbres y hábitos, heredados de los días de la invasión francesa y el imperio de Maximiliano, se amoldaban al nuevo estado de la vida nacional.
Uno de esos hábitos era el buen comer y beber. Abundaban los establecimientos fundados por extranjeros, y era muy popular la gastronomía francesa, que se alternaba, con suavidad y sabiduría a las costumbres alimenticias del país. En las famosas “guías de viajeros” -una guía turística de nuestros días-, donde se incluían los sitios más recomendables para comer, siempre estuvo, a partir del año de su creación, el Café de La Concordia, y siempre, también, en la categoría de los sitios de primera clase, bajo el mando del señor Antonio Omarini, que mucho presumía sus pasteles y helados, y sus paquetes de desayunos, para los que andaban a las carreras. Para los que tenían toda la jornada por delante sin prisas, estaba el menú a la carta.
Aunque los cafés habían aparecido en la capital mexicana en el virreinato, a fines del siglo XVIII, cuando el virrey Bernardo de Gálvez llegó a la Nueva España con su bella esposa del brazo, una criolla francesa de Nueva Orléans, y con ella las modas, los escotes y los sitios para tomar café “a la moda de Francia”, es decir, con leche y azúcar, y acompañada de mantecados, lo cierto es que los cafés se volvieron establecimientos indispensables en la vida pública de aquel reino, donde ya se hablaba abiertamente de sueños de independencia. La vida del México independiente no se puede narrar sin el peso público de los cafés, donde se escribía, se soñaba, se conspiraba y se diseñaba la nueva nación. Todos los que en 1906 eran conocidos como próceres de la patria y autores de la transformación del país, alguna vez habían sido clientes asiduos de los cafés que abundaron a lo largo de todo el siglo XIX no solo en la capital, sino en todas las ciudades mexicanas de alguna importancia. Eran espacios de política, pero también de creación y hasta de romance. Según Gutiérrez Nájera, en otro café muy famoso, el Colón, las puestas de sol eran espléndidas, y en su luz decreciente, la cerveza se volvía topacio, el cognac en oro, la absenta en esmeralda, como correspondía a su condición de hada verde, y los refrescos de grosella –“la más inocente de las bebidas”, en rubor.
Pero con la llegada del siglo XX, todas aquellas anécdotas de conspiraciones y de amores se iban apagando. Para 1906, La Concordia se había convertido en un sobreviviente, el último de su especie en la ciudad de México. La modernidad y las modas se habían llevado, poco a poco, a sus colegas. En 1889, el edificio que albergaba al Café de la Gran Sociedad, fue demolido para construir lo que los capitalinos todavía llaman la Casa Böker. En 1900, cerró el famoso Café del Cazador, en la esquina de la Plaza de la Constitución y Plateros (Madero). La oleada de renovación urbana se exacerbó con el proyecto de las grandes fiestas del Centenario, en 1910, y con aquel hilo conductor, las demoliciones de viejos edificios se volvió cosa frecuente. El Café de La Concordia fue una de sus víctimas notables.
LA DESPEDIDA
Apenas se publicó la noticia del cierre de La Concordia, los que habían envejecido a la par que el famoso sitio, tomaron la pluma para despedirse. Luis G. Urbina, en el colmo de la tristeza, escribió: “pusimos, cada quién, durante muchos años, miradas, remembranzas, memorias, instantes de reflexión o de alegría, minutos de placer o de amargura... allí echamos muchas canas al aire (todavía deben flotar… ¡ay, cuántas! en el cerrado y solitario edificio…grandes y pequeñas cosas vio y oyó aquel antiguo café…”
Un poco más moderado, Ángel de Campo, antes “Micrós” y que por esos días firmaba como “Tick-Tack” la columna que publicaba en la primera plana de El Imparcial, recordó que con La Concordia aparecieron los meseros con blanca corbata, los grandes espejos en los muros, los brioches de inmejorable calidad para el café, tan buenos que se mandaban comprar por las casas adineradas. Su consomé tenía fama de reconstituyente, a grado tal que se mandaba comprar para los enfermos; en La Concordia, suspiraba Tick-Tack, los helados estaban bien hechos, y sabían a melón, a fresa, a naranja, y no eran plastas de nieve atascada de azúcar.
No se demolía un edificio, no se demolía un café, se lamentaba Tick-Tack. La piqueta se llevaba una época gloriosa y romántica.
El tiempo pasó. La Aseguradora La Mexicana construyó en aquel terreno un espléndido edificio, moderno, que, en el fragor de la Revolución le sirvió a Pancho Villa para rebautizar la calle, mandar al olvido el centenario nombre de Plateros y rebautizar a la avenida como Francisco I. Madero, como la conocemos hoy. De La Concordia queda, apenas, la sombra de su gloria, encerrada en los periódicos antiguos
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