Era el año de 1942 y sobre Londres -a diario- llovían centenas de bombas y toda la metralla que podían descargar las “Luftwaffe” alemanas. Cuenta el historiador Tony Judt (Postguerra, Taurus, 2006) que en cierta ocasión -julio de ese año- uno de los artefactos estuvo a punto de caer en las cabezas de John Maynard Keynes y de William Beveridge mientras sostenían una de tantas reuniones de trabajo, justo a la hora del té.
Menos mal que no ocurrió, pues en esas tertulias que solían durar hasta bien entrada la noche, los dos hombres trazaban las ideas y el formato general de uno de los documentos más importantes de la política económica moderna: el Informe Beveridge, lacónicamente titulado “Social Insurance and Allied Services” (algo así como “Seguridad y servicios sociales”) y que históricamente sustituyó a la famosa, segunda “Ley de Pobres” británica del siglo XIX.
Beveridge había sido director de la London School of Economics (donde recibió a decenas de intelectuales perseguidos en la Europa continental), era el coordinador de una comisión especial emanada del Parlamento inglés y tenía la sensibilidad y las aspiraciones de los liberales reformistas de la Inglaterra eduardiana. Estaba, para decirlo claro, a la izquierda de Keynes, quien como se sabe, era todo un lord de gustos refinados que se movía de maravilla en los círculos victorianos y aristocráticos de la época. Pero esa diferencia no era obstáculo cuando las evidencias empíricas y la ausencia de dogmas en la cabeza, señalaban claramente las acciones a seguir para sacar a Gran Bretaña de la depresión económica y de la polarización social.
Desde marzo habían discutido borradores, cálculos, tesis, sobre todo, el delicado asunto de la financiación a largo plazo para esa red de protección universal. Beveridge seguía siendo presa de un viejo temor, el temor al déficit, que parecía hacer inviable un plan tan ambicioso y abarcador. Pero la respuesta positiva estaba en la “Teoría General”, el libro fundamental de Keynes publicado hacia unos años: endeudándose e invirtiendo, el Estado podía, a través de un efecto multiplicador, aumentar el consumo social global y resolver el problema de la escasa demanda. Y el Estado, después, podía recuperar, a través de la fiscalidad, de los impuestos sobre una economía de nuevo próspera, los fondos necesarios para asumir su endeudamiento previo y resolver su déficit presupuestario. De esta forma era posible mantener la economía en marcha, asegurar el crecimiento, distribuir la riqueza producida, “responder a las ansias de seguridad personal y social”, sin temor a nuevas crisis.
Pero como todos sabemos, la democracia siempre hace las cosas más difíciles y aún más, en tiempo de guerra. El equilibrio y el consenso no solo eran obligados, sino el único marco posible. La reacción del siempre conservador, Winston Churchill era previsible: “¿Y vamos a financiar la edición de este cuento de hadas?” dijo socarronamente, cuando solicitaron la impresión de medio millón de ejemplares del Informe.
La prueba más chirriante para aquella elaboración intelectual fue pasar por el escalpelo especializado, la crítica aguda y liberal de Lionel Robbins, uno de los baluartes del laissez-faire en Inglaterra, alumno, aliado y economista mimado, nada menos que por Friedrich Hayek. No obstante, con refunfuños, cambios y adecuaciones diversas, Robbins ya no tuvo objeciones sobre su viabilidad.
Eran cuatro los supuestos del Estado de Bienestar que imaginaba Beveridge: la construcción de un servicio nacional de salud; ayudas a las familias; generalización del seguro de desempleo y pleno empleo. Todo esto pensado además, para dotar y cubrir a la presente y “a la siguiente generación de ingleses”.
Vale la pena contar lo que siguió: se editaron libros a favor y en contra, una febril discusión en los diarios, en las universidades, finalmente en el Parlamento, donde se aprobaron las reformas legales durante los siguientes años, a partir de 1943 y hasta 1948.
Es decir, el Estado social democrático de derecho británico se edificó en una de las etapas más dolorosas, en el escenario de un país asediado, en buena medida arruinado y frente a dos enormes enemigos simultáneos: la depresión económica y el nazismo.
Beveridge volvió a recorrer el camino de la buena política democrática y siguió recolectando evidencia afuera de los gabinetes y haciendo informes de gran relevancia para la toma de decisiones parlamentarias. "Trabajo para todos en una sociedad libre" fue el siguiente y en él, ya se contienen buena parte de las tesis que luego retomarían casi todos los gobiernos de Europa y de Norteamérica. En el fondo se trataba del fundamento técnico, científico y ético de una nueva época que no “desplumaría a los ricos”, que no eliminaba ni la propiedad ni el libre mercado, pero que era capaz de responder a las ansias de seguridad personal y social de millones con una intervención bien pensada, democráticamente discutida, del Estado.
¿Y por qué interesa esta historia? Pongamos el caso de México que no está en guerra claro (mas que consigo mismo), pero si hacemos cuentas, con el PIB per cápita previsible para el sexenio que termina (2019-2024), el ingreso de los mexicanos habrá crecido menos de lo que creció Inglaterra de 1939 a 1945 con depresión y nazismo incluidos… antes de aquel informe que lo cambió todo.
Lo dicho: necesitamos a Beveridge.
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