Opinión

Una noche en el infierno: linchamiento en San Miguel Canoa

No tiene sino sesenta años en que el fenómeno del anticomunismo tumbaba rectores universitarios, satanizaba los libros de texto gratuito y criminalizaba sectores juveniles de la sociedad mexicana. Inevitablemente, aquellas variaciones del conservadurismo que, años antes, censuraban películas y presionaron para vestir a la Diana Cazadora, impregnaban una parte de las descalificaciones al movimiento estudiantil de 1968. De prejuicio en prejuicio, se llegó al asesinato colectivo.>

Iglesia de San Miguel Arcángel, en San Miguel de Allende, Guanajuato, México.
En 1968, San Miguel Canoa padecía un problema de autoridad. Desde 1962 había dejado de ser un municipio por sí mismo y había pasado a la jurisdicción de Puebla. El lugar se quedó un tanto en el olvido de las autoridades y propició que el párroco se En 1968, San Miguel Canoa padecía un problema de autoridad. Desde 1962 había dejado de ser un municipio por sí mismo y había pasado a la jurisdicción de Puebla. El lugar se quedó un tanto en el olvido de las autoridades y propició que el párroco se (La Crónica de Hoy)

Llovía como pocas veces en el municipio de Puebla. A solo doce kilómetros de la capital del estado, un puñado de muchachos se enfrentaron a una de las peores formas de la muerte violenta: esa que tiene muchos rostros y muchas voces; esa que se mueve como un monstruo informe, que tira zarpazos, que hiere con mil machetes, que quema con mil antorchas. “Los lincharon”, dijeron, después de que la fiera oscura se retiró reptando, llevándose consigo vidas arrancadas entre gritos de horror.

La efervescencia estaba a pocas horas de ahí. En la ciudad de México, el movimiento estudiantil de 1968 polarizaba opiniones, despertaba entusiasmos, alborotaba esperanzas y ponía en crisis instituciones, maneras de leer la realidad, formas de escribirla. Entonces, un pueblo, San Miguel Canoa, atrajo la mirada de propios y extraños; jaló la atención de los que formaban las páginas de los periódicos: por sus calles, una marea humana, temerosa y enardecida, tocada en sus miedos más personales, había atacado a un puñado de muchachos, empleados de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, a quienes el aguacero había obligado a buscar refugio en el poblado. Sí, había muertos. Sí, era un escándalo, sí, era casi incomprensible que, en ese año, a la puerta de los Juegos Olímpicos, la barbarie asomara las garras a una docena de kilómetros de la ciudad de Puebla.

Violencia pura, detonada por uno de los impulsos más tremendos de la condición humana: el miedo. Miedo al otro, miedo a perder lo propio, lo querido, a manos de extraños enemigos, de esos que el prejuicio, la ideología, las barreras generacionales o la simple desconfianza, fabrican en un abrir y cerrar de ojos. Porque esa es la ruta que lleva al desciframiento de lo ocurrido hace 55 años en San Miguel Canoa: había tantos miedos a lo que había más allá del pueblo, al mundo que se abría después de la última casa, que se convirtieron en un torbellino que no solo mató e hirió cuerpos, y laceró almas: estigmatizó a toda una comunidad, y dejó una cicatriz que solamente el paso de los años, sumado a la humana propensión a olvidar lo que duele o avergüenza, parece, a ratos, disolverse en el olvido.

Iban a ser once, pero a la hora de la hora solamente llegaron 5. Era 14 de septiembre de 1968, y a aquellos hombres, jóvenes todos ellos, empleados de la BUAP, les pareció que sería una buena manera de aprovechar los días festivos irse de excursión. Aquí cerquita, si es un paseo corto. Vamos al volcán, vamos a la Malinche. Cuando mucho es un día de ida, acampamos y nos regresamos al día siguiente. ¿Quién le entra?

El mero día, solamente llegaron Julián González Báez, Ramón Gutiérrez Calvario, Jesús Carrillo Sánchez, Miguel Flores Cruz y Roberto Rojano Aguirre. Echaron a andar. Los trajines de la Universidad, las noticias que llegaban de la capital acerca del movimiento estudiantil, la información sobre las Olimpiadas, se quedaban atrás, allá, en casa.

Corrió la mañana, empezó a atardecer. Serían las seis cuando el pequeño grupo empezó a caminar las calles de San Miguel Canoa, una población donde la mayor parte de sus habitantes no hablaban español; solamente náhuatl. Y como siempre ocurre en septiembre, empezó el aguacero vespertino; uno de esos, parientes del Diluvio universal, que duran, y duran y duran, y acompañan la llegada de la noche. Fue la lluvia lo que marcó el destino de los muchachos.

Si el propósito era avanzar lo más que se pudiera sobre las faldas del volcán, prender una fogata para quedarse a dormir ahí, el proyecto se acabó con las primeras gotas. Se habló de regresarse a Puebla, y, si le metían velocidad, estarían en casa antes de que se empaparan por completo. También se pensó en quedarse en el pueblito este, Canoa. Total, en algún lugar han de dar cobijo al viajante.

Pero se llevaron un chasco. Pararon en un tendajón, donde le preguntaron al propietario si podría alojarlos por esa noche. Nomás vea cómo está la lluvia, le dijeron. Pero aquel hombre, con modos bruscos, les dijo que no. Todo el tiempo que los muchachos estuvieron en la tienda, sintieron la mirada, no de curiosidad, sino de clara desconfianza. Sí, los atendió, les vendió algunos refrescos. Pero más parecía que los estuviera vigilando.

Entre la lluvia, guareciéndose como podían, llegaron hasta la iglesia del pueblo. Llamaron a la puerta de la casa cural. Por una rendija los vieron, desde dentro les negaron hospedaje. No, así de rotundo, así de hosco, así de desconfiado. Lo supieron demasiado tarde. Al hacer notar su presencia en aquella parroquia, estaban llamando a la muerte.

¡LOS ALTAVOCES!

Solamente Lucas García mostró alguna simpatía por aquellos muchachos que intentaban encontrar un sitio para pasar la noche. Las calles de San Miguel Canoa estaban desiertas por el aguacero, y porque la gente, en 1968, se acostaba temprano. Era cosa de buenos cristianos. Y en ese pueblo, las opiniones del cura, Enrique Meza Pérez, pesaban más que nada.

García convidó a los muchachos a la casa donde vivía con su esposa y sus hijos- Haciendo conversación, les contó un poco de la vida en San Miguel Canoa, y fue esa la forma en que los cinco empleados de la BUAP se enteraron de que estaban en un lugar donde nada ocurría sin que le avisaran al padre Meza y sin que él diera su consentimiento. Si el párroco no quiso darles alojamiento, difícilmente muchos de los habitantes de Canoa lo harían. Pero él, Lucas, no estaba muy a gusto con eso de que fuera el padrecito el que hiciera y deshiciera en el pueblo.

Pero, qué, ¿acaso no había autoridad civil? Las cosas eran más complejas. San Miguel Canoa había sido, durante largo tiempo, un municipio. Pero en 1962 las cosas cambiaron, y el pueblo pasó a formar parte del municipio de Puebla. En la práctica, Canoa se quedó sin autoridad civil, y el párroco Meza se convirtió en la autoridad moral y en el gestor administrativo de las necesidades de la comunidad. Había sido Meza quien recolectaba contribuciones, quien obtuvo de las autoridades municipales y estatales la energía eléctrica, la pavimentación de la carretera que llevaba al pueblo, servicios diversos. Pero hacía colectas por medio de las agrupaciones vinculadas a la parroquia, y a quienes se resistían a aportar con ese mecanismo, los presionaba para que entonces le entraran a las obras del pueblo con mano de obra. Amedrentados por la presión colectiva que se desprendía de la autoridad del cura, había quienes optaban por llevar la fiesta en paz.

Pero no todos en Canoa admitían al párroco como única autoridad. Muchos habían preferido irse a otras poblaciones, o de plano a Puebla, para no estar aguantando al curita latoso y mandón. Otros se quedaron, pero se resistían a entrar por el aro. Lucas García era uno de ellos. No vio nada malo en ofrecer su casa a los viajantes, que, al anochecer, ya estaban más que empapados, yendo de acá para allá, buscando refugio.

Mientras los muchachos se secaban, Lucas les contó algunas de las peculiaridades del pueblo y de su párroco. Habrían pasado unos cuarenta minutos de conversación, cuando el aire empezó a llenarse de gritos, mezclados con el sonido de las campanas del templo. Se esforzaban en entender qué era eso. Lucas se dio cuenta: eran los altavoces de la iglesia; una voz de mujer llenaba las calles, atravesaba la lluvia. Había gente peligrosa en el pueblo, bramaba la voz. Gente mala, ¡comunistas! De esos que llegaban a los pueblos, y robaban las pertenencias que tanto trabajo costaba adquirir, que se llevaban a las mujeres de la familia, que no creían en Dios. ¡Y estaban ahí, en San Miguel Canoa, a la puerta de las casas! No podían permitirlo. ¡Salgan, vecinos, salgan a defender al pueblo y a señor San Miguel! La voz seguía hablando, narrando historias de terror: esa gente, esos extraños, traían consigo propaganda, papeles que no debían entrar en ninguna casa, porque en ellos estaba el diablo; porque en las palabras de esos hombres, acechaba el demonio… porque esos hombres eran enemigos de la Iglesia.

Y las campanas tocaban a rebato.

La voz no dejaba de fluir por los altavoces, las campanas tañían enloquecidas. Poco a poco, algunas puertas empezaron a abrirse. La lluvia no fue impedimento para que el miedo empujara a los habitantes de Canoa y los sacara a las calles. Empezaron a brillar las hojas de los machetes, que de instrumentos de labranza, se convertían en herramientas de muerte.

Solo entonces, Julián, Ramón, Jesús, Miguel y Roberto, cayeron en cuenta que la voz se refería a ellos; que ellos ERAN los enemigos, los comunistas, los ateos, los ladrones. Empezaron a caer en pánico. Lucas García intentó tranquilizarlos. Estaban seguros en su casa, les dijo. Él hablaría con la gente; ya estaba bueno de que el curita anduviera soliviantando al pueblo.

Encerrados, escucharon cómo, a la voz que dominaba todo, se sumaba el rumor de muchas otras. Como ola, el coro se acercaba por la calle hasta la puerta de Lucas, el número 3 de la calle Benito Juárez. Gritos en náhuatl; algunos en español. Recios golpes sonaron en la puerta de la familia García: del otro lado, exigían que les entregara a “los comunistas”, para darles un escarmiento y que no se volvieran a aparecer por Canoa.

Valeroso -otro no hubiera abierto por nada del mundo-, Lucas abrió la puerta. Quiso hablar con sus vecinos, intentó explicar que eran muchachos trabajadores. ¡Qué comunistas ni qué ocho cuartos! El padre Meza no sabía lo que decía. ¡Ni siquiera les había abierto la puerta!

Lucas García no pudo sino pronunciar unas pocas frases: un machetazo en el cuello lo derribó. De algún lado le soltaron un tiro. Los cinco muchachos de la BUAP se vieron indefensos ante la muchedumbre exaltada, mientras la mujer de aquel hombre, cuyo único error había sido mostrarse generoso y hospitalario, gritaba aterrada.

La multitud los arrebató del hogar de Lucas; pasaron por encima de aquel cuerpo que dejaba la vida en un charco de sangre. Ramón y Jesús también fueron macheteados. A Miguel, a Roberto y a Julián, se los llevaron a la plaza principal. Ahí, frente a la iglesia, los torturaron. Golpes, insultos, tiros, fuego. Todos habían visto lo ocurrido con Lucas. Nadie movió un dedo ni alzó la voz para rescatar a los “comunistas”.

La noche en San Miguel Canoa fue terrible. Para evitar que más “comunistas” llegaran a auxiliar a sus compañeros, los lugareños cerraron las entradas del pueblo. Los policías del pueblo quedaron rebasados desde el principio; nada pudieron hacer. Alguien, sin embargo, logró comunicarse a Puebla. Una voz embozada avisó lo que ocurría. La policía logró entrar al pueblo hasta las cinco de la mañana del 15 de septiembre. Con los gendarmes llegaron las ambulancias. Julián recordaría que un policía, a la cabeza de los rescatadores, fue terminante: “al que intente detenernos, sin dudar: corten cartucho y le disparan”. Sólo así se impusieron. En estado muy crítico, los tres sobrevivientes fueron trasladados a un hospital en Puebla.

Las lesiones aterraron al personal médico: balazos, heridas producidas por machetes afilados, golpes que solo pudieron producirse con piedras. La esposa de Julián recibió en una bolsa tres dedos de su marido. Se los habían arrancado a machetazos.

El escándalo crecía. La prensa poblana, y luego la de todo el país, sumó otra crisis al entorno ya existente: el fenómeno de criminalización del movimiento estudiantil era algo muy perceptible a mediados de septiembre de 1968. A los calificativos de “alborotadores”, “revoltosos” y “rebeldes”, se agregaba con frecuencia, como insulto, “comunistas”. Sí, reconocieron las autoridades: era un acto de barbarie, de violencia gratuita e injustificable. Pero, ¿de verdad no eran comunistas?

Se hicieron investigaciones. Entre las muchas cosas que dijo la voz que empezó todo, se afirmó que los comunistas pretendían penetrar al templo, poner una bandera rojinegra en el altar, que dañarían la imagen de la Virgen de Guadalupe. Corrió el chisme exculpatorio: que los “estudiantes” asaltaron el tendajón, y que, furiosos, los habitantes de Canoa les impusieron un correctivo. La evidencia de la brutalidad desacreditó la conseja, y desde el principio se consideró al párroco Meza como el instigador del linchamiento.

Fue la viuda de Lucas García quien identificó a 17 de los atacantes que allanaron su casa para sembrar el odio y la muerte. Todos fueron detenidos, pero no pasarían mucho tiempo en la cárcel. Las autoridades poblanas, descolocadas ante la violencia del suceso y la magnitud de la influencia del cura sobre los habitantes de un pueblo que, sin saber cómo, se había quedado un tanto olvidado, acabaron por declarar que no había pruebas fehacientes de la culpabilidad de los señalados. El dicho de Fuenteovejuna, el “todos a una” era el corolario de aquella historia de horror.

LA CICATRIZ

San Miguel Canoa acabó marcado. Durante años, nadie se paraba en el pueblo, porque “ahí matan gente”. Quizá el escándalo inmediato hubiera sido más grande y el debate en torno a él más profundo, de no ser por la represión al movimiento estudiantil y los sucesos del 2 de octubre en la Unidad Habitacional Tlatelolco. Una herida más grande opacó a la abierta en Puebla.

Por eso, el linchamiento en San Miguel Canoa quedó en la impunidad: los procesados salieron en libertad pocos años después. Al cura Meza, las autoridades eclesiásticas lo mantuvieron en el pueblo por espacio de un año, y luego lo trasladaron a su lugar de origen, Santa Inés Ahuatempan. No hubo una sanción formal de ningún tipo.

Cuando los hechos de Canoa todavía eran pasado reciente, el cineasta Felipe Cazals llevó el caso al cine. Rodó en 1975 y la película se estrenó en 1976. El guion de Tomás Pérez Turrent se nutrió de conversaciones con los sobrevivientes. El público vio cómo el cortejo fúnebre de Lucas García se cruzaba con el desfile del 16 de septiembre.

Quien vea “Canoa: memoria de un hecho vergonzoso”, se asomará al horror puro. No hay peores historias que esas, las que nos enfrentan a lo más oscuro de los miedos humanos, esos que desencadenan la violencia.

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