El 17 de junio de 1999, diez días después del asesinato de Paco Stanley, escribí sobre el tema en mi columna “El revés de la trama” del semanario Etcétera que dirigía Raúl Trejo Delarbre. Acudí a la famosa novela de Tom Wolfe para darle el mismo título que encabeza esta entrega 24 años después. He visto en estos días la nueva y extraordinaria docu serie “El show” que escribió y dirigió Diego Enrique Osorno, y me pareció llena de correspondencias con lo que yo mismo apunté en ese entonces. La reproduzco integra con mi más entusiasta recomendación a los lectores para que la vean en la plataforma Vix de Televisa. Entonces, como ahora, el país se entretenía en los enredos de la sucesión presidencial.
“El asesinato de Francisco Stanley, la secuela de enredos, histeria y manipulación mediática que produjo en el lapso mínimo de 72 horas, tiene el amargo atributo de condensar con precisión radiográfica los elementos esenciales que conforman nuestro ser nacional con todas sus miserias y deformaciones. Mezcla de tragedia y folklore, de intriga y comedia bufa, a la mitad del camino entre el thriller, la picaresca y el true crime, pocas veces tenemos la oportunidad de ver con tal precisión y en forma tan condensada el retrato de cuerpo entero de nuestro país y la exhibición de todas sus partes con entera desnudez”.
“Podríamos venderle el argumento a Tom Wolfe para que atara las partes y nos las devolviera en el molde de una novela que retratase la banalidad nacional con la misma agudeza que ha utilizado para describir sin concesiones a la sociedad norteamericana de nuestros días, hija del ayuntamiento entre el poder político y los medios, donde la democracia y la justicia forman parte de una escenografía mendaz y corrompida”.
“Los elementos de la historia están a la vista con todos sus personajes, escenarios y argumento central: en un país concentrado en la sucesión presidencial y la lucha por el poder, sacudido por la violencia, el creciente protagonismo de los medios y los ánimos exaltados por el fin del milenio, asesinan a un popular presentador de la televisión mexicana, cuya ejecución sanguinaria lo envuelve de inmediato en un manto de beatitud y martirio, del que deberá desprenderse 36 horas después, cuando se descubran los primeros elementos de lo que deberá ser la subtrama de la historia: una doble vida, rodeado de amantes, enemigos, adicciones y relaciones peligrosas, tras lo cual asistimos a la lastimosa decepción de su pueblo que quiso ver en él a un cristo crucificado sin darse cuenta que no era Jesús sino Dimas por quien lloraban. (El encabezado que lo revictimiza del periódico Metro en su edición del miércoles 9 de junio le dan el tono picaresco que necesita nuestro guion: «Paco y Bezares resultaron cocos»)”.
“Una historia así requiere la intervención de otros personajes para completar el cuadro: Ricardo Salinas Pliego, el magnate dueño de la televisora para la que trabajaba el muerto que, más allá del dolor y la indignación naturales, se aprovecha de la situación para apuntalar la credibilidad y el rating de su televisora, toda vez que las acciones de la empresa han sufrido drásticas bajas en la Bolsa de Valores (Reforma, 27-05-99), y que no ha logrado acortar la distancia con su principal competidor en el negocio de la televisión. Adelantándose a la situación, el magnate de derechas emprende una ofensiva virulenta contra las autoridades de la ciudad, donde gobierna un político de izquierdas que aspira a la presidencia del país, responsabilizándolo abiertamente del crimen y azuzando al público en su contra, que de inmediato exige su renuncia y clama enardecido demandando la pena de muerte para los asesinos, en un ambiente viciado donde pesa más el odio y la histeria que el dolor o la prudencia, y donde se evita a toda costa preguntarse las razones que pudieran estar detrás de una ejecución con claros tintes mafiosos”.
“Cuando aparecen los primeros datos policiacos que vinculan al muerto con el consumo de drogas -y probablemente el trato con sus distribuidores y capos- se descubre una terrible paradoja, toda vez que la televisora para la que trabajaba había hecho precisamente de la lucha contra las drogas su principal divisa propagandística y su fuente de legitimidad social, en entredicho por el hecho de que para adquirirla su propietario recibió un generoso préstamo de Raúl Salinas de Gortari, el hermano encarcelado de nuestro villano mayor”.
“Habrá que mencionar a los otros protagonistas:”
“Samuel del Villar: el procurador torvo que comparece ante la prensa no en calidad de fiscal sino de acusado, y que la misma noche del crimen decide aprehender a un par de inocentes para contener la presión de los medios, con el sólo argumento de que viajaban en un auto parecido al que presuntamente usaron los asesinos”.
“Cuauhtémoc Cárdenas, el alcalde de la ciudad que en menos de 24 horas pasó de la torpeza de desestimar el hecho, a la condena -no del crimen precisamente- sino del uso que se le ha dado para atacarlo, y que acepta con todas sus letras la total politización del crimen, hallando el modo de incorporarlo a la agenda de sus aspiraciones presidenciales. (A estas alturas ya tenemos dos mártires que contrapuntean la historia: el conductor asesinado y el político opositor linchado)”.
“Aparecen finalmente otros personajes necesarios para dotarle de tensión dramática a la trama:
“Mario Bezares, el patiño del cómico asesinado. Un personaje bufo que misteriosamente se salva del atentado porque tuvo que ir al baño en ese preciso momento, sobre quien ahora recaen los reflectores, los micrófonos y las dudas, en lo que parecería una reedición tropicalizada del capítulo de Los Simpson (cap. 12, primera temporada, 1990) en el que Bob Patiño atenta contra la vida de Krusty el payaso, cansado de sus afrentas y maltratos”.
“Carlos Castillo Peraza, el intelectual que se presta al juego de la televisora, viejo enemigo del alcalde de la ciudad quien lo derrotó en las urnas, que ajusta su rigor analítico a la necesidad propagandística de sus anfitriones”.
“El gobierno de la república, que se hubiera mantenido al margen si no fuera porque al muerto le encuentran una falsa credencial de funcionario de la Secretaría de Gobernación que le permitía portar armas, y que anuncian una tercera subtrama de la historia que más tarde cobrará fuerza”.
“Los guardaespaldas del conductor, antihéroes pintorescos que al escuchar los balazos se esconden en dónde pueden sin oponer la menor resistencia”.
“Los medios de comunicación que asisten en calidad de testigos a las primeras 24 horas de la historia, y que lentamente se incorporan con diligencia a la trama ofreciendo múltiples «revelaciones» sin confirmar amparadas en «fuentes» inconfesables, y contribuyendo con su granito de arena al desconcierto generalizado”.
“Hasta aquí los elementos sinópticos de este culebrón involuntario. Del otro lado, aterido por el morbo, el miedo y la rabia, los mexicanos que asisten el desarrollo de la historia en calidad de extras, y miran la partida como si se tratara de un juego de ping-pong, en donde la pelota que cruza un lado y otro de la mesa es el nombre y la reputación del asesinado, y donde los jugadores más visibles son la televisora y el candidato opositor a la presidencia, quienes se disputan el trofeo de «la verdad» como si en ello les fuera su propia credibilidad.”
Si no fuera porque está muerto, Jorge Ibargüengoitia y no Tom Wolfe sería el autor indicado para reescribir este vistoso y sintomático drama nacional que aún nos reserva segunda y tercera partes”.
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