Opinión

La persistencia de las ideas arcaicas

Las ideas que pensamos y utilizamos en la vida diaria tienen su historia. Se puede identificar su origen en el tiempo y la vía por la que han llegado hasta nosotros. Gran parte de nuestros juicios están impregnados de formas de pensar que atravesaron milenios. La presunción de originalidad en el pensamiento es en muchos casos una pretenciosa ilusión, sostiene George Steiner en su libro Gramáticas de la Creación.

La herencia cultural es a menudo sofocante, particularmente cuando intentamos comprender o explicar fenómenos inéditos de la realidad. Muchos mitos canónicos -sus variantes y adaptaciones- escribe Steiner han probado ser duraderos, se han repetido perpetuamente y dominan las formas del pensamiento y la expresión. En la literatura, se señala, por ejemplo, que “El Rey Lear o Los hermanos Karamazov son variantes del cuento de la Cenicienta. Hamlet simplemente vuelve a las pesadillas de Edipo”.

La innovación, la creación de algo que no existía, frecuentemente tiene su origen en la confrontación y diálogo entre diferentes formas de ver el mundo, en la crítica y en la aceptación de ideas distintas a las nuestras, las cuales pueden ser incluso más valiosas a la hora de conocer la realidad y resolver enigmas. El dogmatismo, por el contrario, la creencia de que somos dueños de una verdad absoluta y única, así como la intolerancia y cerrazón hacia las ideas de los otros, induce al estancamiento y la ignorancia.

En el debate ideológico y político resulta muy útil tratar de identificar en el interlocutor si sus ideas están determinadas por sesgos, falacias o por estructuras heredadas desde la religión, la mitología o la filosofía. Intentar conocer cómo piensa el otro y porqué es sin duda un camino más inteligente y empático para el diálogo.

Se pueden mencionar infinidad de ideas arcaicas que hoy persisten. Aquí sólo algunas: la concepción de que la historia, la vida social o incluso la individual tienen un comportamiento cíclico, deriva probablemente del mito del eterno retorno estudiado ampliamente por Mircea Eliade. La percepción de que con la llegada de un nuevo gobernante la vida pública se regenera, se puede encontrar en los rituales de entronización del rey en culturas primitivas, en el mito adánico, en el de la muerte y resurrección del dios.

La llegada de un personaje que salvará al pueblo de todos sus males está muy arraigada en la cultura moderna. Está asociada con una convicción que determina gran parte de la forma en que apreciamos el mundo. Se trata de la creencia de que la vida y el universo se debaten en una lucha cósmica entre las fuerzas del bien y del mal. Se cree que esta forma de ver el mundo tiene su origen en la antigua religión de los magos y sacerdotes persas. Mani o Manes en el siglo tercero la popularizó en amplias regiones del Oriente Próximo y tuvo gran influencia en el naciente cristianismo. San Agustín perteneció algunos años a la secta de los maniqueos y posteriormente polemizó con parte de sus principios.

Esta visión pone al alcance de todos, una fórmula que nos permite la simplificación de los problemas por más complejos que sean. El dualismo también construye una moral en la que se exige del individuo tomar partido siempre. O se milita en las fuerzas de la luz o en las de la oscuridad. Aquí no hay término medio. Hay un dios de la bondad y un ente maligno que se le opone en una persistente batalla que no está definida hacia ningún lado, hasta que llega el enviado del cielo – Saoshyant es el mesías en la religión persa- quien con su victoria final pondrá a salvo a todos los seres humanos y al universo todo.

Todo lo anterior viene al caso porque algunos intelectuales que ahora se declaran decepcionados del presidente, publican con candidez las razones por las que creyeron en él. Se afirma que el líder en cuestión poseía un impecable diagnóstico de la realidad, producto de sus infatigables recorridos por cada rincón del país. El diagnóstico los sedujo y su decepción se explica porque ya en el gobierno no se aprovechó esa sabiduría para ejecutar las políticas públicas adecuadas.

El diagnóstico “impecable” consistía, se dice, en que la mayor parte de los problemas del país son producto de la obra de una “mafia del poder” dedicada a proteger sus propios intereses y a controlar al poder político. Ese ente maligno es el causante de la pobreza, la desigualdad, la corrupción, la violencia, el racismo y todo lo demás. El líder salvador del pueblo prometió en la campaña derrotar a la encarnación del mal, pero falló porque se desvió del objetivo.

Lo que reflejan las confesiones de los intelectuales desencantados es que se dejaron seducir por el simplismo de la demagogia maniquea. Nunca hubo en el discurso visos de reconocimiento de la complejidad de cada problema que la sociedad enfrenta. No se sabe que el presidente haya hecho un estudio previo para resolver los asuntos ni para sus decisiones más importantes. La recopilación de información, su análisis e interpretación, la evaluación de alternativas de solución, su costo e impacto, la consulta con los expertos en cada tema. Todas estas actividades que forman parte de un buen diagnóstico fueron ignoradas. La prueba de ello se puede encontrar en el contenido del Plan Nacional de Desarrollo aprobado por la Cámara de Diputados que, se afirma, fue redactado por el propio presidente. En este documento no se encuentra nada parecido a un diagnóstico, ni objetivos claros para las políticas públicas, ni metas específicas, ni formas de medir y evaluar el éxito o fracaso del gobierno. Lo que abunda, eso sí, son frases sencillas, ingeniosas y simplistas que sirven más para la propaganda política que como herramientas de la administración pública.

El éxito de la demagogia populista consiste, me parece, en explotar esa cosa que está inamovible en la mente de muchas personas y que consiste en creer que la lucha entre el bien y el mal nos determina. El líder se encarga de definir los batallones en cada bando y en sembrar la esperanza en que la victoria final está al alcance.

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