Es un hecho ya formalizado: desahucio definitivo al Partido de la Revolución Democrática (PRD). 35 años después de su fundación, pierde el registro tras una exigua votación en junio pasado que no alcanza el tres por ciento efectivo para subsistir. Con ello, se desvanece una organización que fue parte central de la historia política mexicana entre siglos, de la historia de la izquierda mexicana y muy especialmente, de la transición democrática en nuestro país.
El PRD es la criatura que respondió a varios lustros de empobrecimiento neto que comenzaron durante los años ochentas del siglo pasado. De hecho, fue el vehículo político de representación de esa nueva pobreza urbana que creció tan rápido como la población misma y tan rápido como los resultados sociales del “ajuste estructural” en nuestra economía. Recuérdese que sus primeras victorias importantes ocurrieron en aquellos municipios que rodean a las zonas metropolitanas y su existencia canalizó en buena medida el descontento social acumulado y heredado por De la Madrid y que volvió a estallar por la crisis de 1994-95. De modo que gracias a esas siglas la democracia mexicana pudo incorporar y metabolizar a esas franjas sociales afectadas profundamente en sus ingresos y en sus expectativas de vida.
De ese modo, junto al empuje del PAN y con un PRI que debía dialogar y abrir sus cascarones autoritarios, el PRD coadyuvó a la democratización de México en la última década del siglo XX, a veces, en batallas emocionantes y hasta heroicas.
El PRD fue el partido que puso los muertos en la última etapa de la transición, hasta la llegada de la reforma de 1996. Su asistencia a ese pacto fundador es el hecho que acabó de esculpir el edificio democrático de México. Con ese pacto, el PRI perdió la mayoría de la Cámara de Diputados luego de 65 años; el PAN multiplicó su votación histórica y Cuauhtémoc Cárdenas ganó para la izquierda y por derecho propio, la capital del país.
La dispersión efectiva del poder, que es el hecho político decisivo de la transición, ocurrió, pues, cuando por fin el PRD asistió al pacto democrático de fin de siglo.
Luego, con López Obrador, el PRD fue ratificado en el D.F. y desde ahí emprendió uno de los instrumentos de política social más oportunos de los últimos 40 años: el programa de adultos mayores (para viejitos, sí) la población más lastimada por la oleada de empobrecimiento que dejó la crisis del tequila. 16 millones de pobres fue el resultado de aquella hecatombe en una economía administrada ya, completamente, por los padres autóctonos del neoliberalismo en México. Sobre ese programa llovieron todas las críticas y los improperios de los plumíferos económicos, pero al cabo, no hubo gobierno en la República que no replicase la protección líquida a los sexagenarios.
El PRD cobijó a Marcelo Ebrard y sus seis años fueron orientados por la agenda de las libertades en un país católico, moralino, a despecho del gobierno de derechas y de ese poder fáctico que es la iglesia católica. La libertad de las mujeres para decidir sobre su cuerpo no existía en ninguna otra parte del país; el derecho a las uniones del mismo sexo, tampoco. Es decir: los chilangos contamos con leyes que nos hacen un poco más civilizados que el resto, gracias al desvencijado caparazón del PRD.
Miguel Ángel Mancera es otra historia. Supo mantener políticas y estructuras –equidad y libertades-, consolidarlas en una Constitución forjada por consenso y promovió una novedad radical: es el primer personaje que sin aspavientos, desafió la política económica dominante y planteó un cambio documentado en el corazón de la desigualdad nacional: los salarios mínimos. Ningún otro gobierno o partido –en 30 años- quiso o pudo enfrentar el gran debate de la redistribución y aquí en la Ciudad de México fue posible, otra vez, porque existió el manto del PRD.
Y con el Pacto por México, el PRD salió de la adolescencia política; ató compromisos públicos sobre una desmesurada agenda de reformas, para intentar incidir en el curso del gobierno. Es decir: abandonar de una buena vez la izquierda testimonial o denunciante, para ser corresponsable de lo que se decide en el país. El balance de esta aventura –que yo apoyé- está pendiente, pero volver a la izquierda corresponsable de lo que ocurre en el país es un cambio que marca a la izquierda infantil de la izquierda pluralista.
No ignoro ninguno de los episodios ni circunstancias que manchan la historia del PRD, ni su caudillismo (sólo dos candidatos a la presidencia durante treinta años), ni su clientelismo ni su inadministrable vida de corrientes, pero visto con cierta perspectiva, la democracia política llegó a la Ciudad de México de la mano de ese partido; después de años de neoliberalismo mental, reivindicó valerosamente el bienestar de los más débiles (viejitos); amplió el campo de la modernidad y de las libertades como ningún partido se había atrevido a hacer; bajo su manto, se estructuró la única reforma estructural contra la desigualdad esencial (política de recuperación salarial) y comprendió que en el pluralismo, el acuerdo es la única vía para la política democrática.
Pienso en todos los problemas y defectos del PRD; ahora pongan estos hechos, en la balanza de la historia.
El PRD fue casi fagocitado por Morena, como se sabe, al servicio de un programa populista y más bien conservador, pero precisamente por eso deja un espacio que las corrientes más modernas -por ejemplo al interior de MC- pueden ocupar. Vacíos que debe llenarse si es que México tendrá alguna vez un partido auténtico de una izquierda democrática.
He querido pensar así la historia del PRD, —como paraguas de ciertos avances sociales— para hacer su propio réquiem y frente al populismo conservador que nos domina darle su debido adiós a todo eso que alguna vez significó.
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