Opinión

Primavera veinte años después (2)

En 1979 la revolución islámica encabezada por el ayatolá Jomeini se enfrentaba al doble reto de sostener un cruento conflicto con Irak, su vecino fronterizo, pero también de abierta hostilidad con Estados Unidos, habida cuenta de la irrupción de simpatizantes de la revolución islámica en noviembre de 1979 en la embajada estadounidense en Teherán y la toma de su personal diplomático en calidad de rehenes (52 secuestrados durante 444 días hasta su liberación en enero de 1981).

Son años también en los que suceden transacciones peligrosas a varias bandas que culminaron en el escándalo conocido como Irán contras o Irangate, teniendo a la CIA como importante protagonista de la trama. En ese conflicto, las fuerzas armadas de Hussein usaron armas químicas en contra de fuerzas iraníes a partir de 1984, con la complacencia al menos de algunos de los que una década y media después decidirían invadir su territorio por la amenaza que representaba la posesión de armas de destrucción masiva. Se calcula que las armas químicas en el bombardeo de 1988 a la localidad iraní de Halabja dejó 5 mil muertos y 7 mil heridos. El saldo total de la guerra fue de cerca de 550 mil iraníes y 200 mil iraquíes muertos.

De manera que tras haber sido enemigos mortales, Irak e Irán, en las últimas dos décadas del siglo XX, con la invasión estadounidense de 2003, y al cabo de ocho años de ocupación militar, uno de los resultados no intencionados fue conferirle a Irán una notable influencia dentro de los procesos políticos internos iraquíes. Los norteamericanos se deshicieron de un enemigo, pero afianzaron a otro de sus rivales. 

En 2002, el presidente Bush junior estableció que Irán, Irak y Corea del Norte formaban el “eje del mal”, ya que eran países con intenciones de poseer armas químicas, biológicas y nucleares y promovían el terrorismo internacional, lo que suponía una grave amenaza a la paz y a la seguridad internacionales. 

Aunque amerita un análisis por separado de veinte años de contradicciones y fracasos también, debe recordarse que durante este largo periodo de vacilaciones y lucha por el poder regional e internacional, Afganistán estuvo igualmente presente en el rejuego con importantes consecuencias en las relaciones internacionales -al que ya nos hemos referido en otras columnas.

De regreso a 2003, una vez destruidas las fuerzas armadas de Saddam Hussein y con el dictador en fuga, la coalición se vio en la necesidad de establecer un orden, el cual a la postre resultó en todo menos en eso. Decidió operar una transición política con personajes del exilio iraquí, sin ningún arraigo popular, y en buena medida igual o más extranjeros que las propias tropas de ocupación. Sobre esa base crearon la Autoridad Provisional de la Coalición (APC) a manera de gobierno de transición con una estructura de poder compartido entre las tres grandes mayorías del país (chiita la más grande, seguida de la sunita y la kurda). Hay que tener presente que durante la época de Hussein fue la minoría sunita la que gobernó sobre la mayoría chiita y las otras minorías como la kurda, con relativo éxito a pesar del talante autoritario del sistema, pero todas supeditas al baazismo, particularmente a su partido político. La APC fue una especie de pacto elitista sin base social que permitió y alentó una enorme corrupción en beneficio de esa minoría gobernante en perjuicio de los integrantes de la sociedad. La confiscación de la factura petrolera y la distribución de medicamentos con fines humanitarios fueron dos áreas de enormes flujos de dinero para los bolsillos de unos cuantos.

Aunado a la corrupción, la compartimentalización del poder en tres grupos étnicos y religiosos dio lugar al sectarismo y al extremismo. Probablemente más grave, es que como parte de este arreglo elitario, fue decidida la desbaazificación del país buscando erradicar todo vestigio de Saddam sin reparar en que ello y la declaración de las fuerzas armadas iraquíes como ilegales produjo que permanecieran numerosos efectivos armados, sin su paga y enojados con la situación que los había hecho pasar de la noche a la mañana a ser criminales, cuando pensaban que serían parte estructural del nuevo gobierno. Ello fomentó la creación de milicias radicales y se convirtió en la semilla de la inseguridad, lo cual permitió a su vez, la utilización del territorio iraquí por grupos terroristas como Al Qaeda y el ISIS. Según estimaciones, en 2008 alrededor de 10 mil civiles perdieron la vida como causa de la extendida inseguridad. ISIS llegó a ocupar 40 por ciento del territorio iraquí.

Analistas consideran que a pesar de la ocupación militar y de miles de millones de dólares invertidos en propiciar un cambio político, el sistema nunca fue alterado de fondo. No existe en realidad un sistema de partidos políticos como en un régimen democrático, sino que las diferentes milicias compiten por dinero e influencia. Para ciertas corrientes de opinión es en ese contexto, que ciertos países como Irán han logrado desarrollar y ampliar su influencia y comportarse como una especie de protector, procurando cooptar a actores políticos de relevancia para que sirvan a sus intereses. Sugieren que esta presencia obedece a la importancia de mantener un equilibrio entre un Irak fuerte pero que no sea una amenaza como sucedió en el pasado.

Por diferentes razones, pero después de los veinte años de la intervención militar occidental, Irak permanece envuelto en sus propios problemas de corrupción, sectarismo e inseguridad. El festejado derrocamiento de Saddam Hussein no produjo los resultados esperados, y sí representó una violación del derecho internacional, fracturó el sistema multilateral y dejó un peligroso precedente para otras agresiones militares de argumentos endebles, por no decir falsos, apenas con pretextos, donde primaría la ley del más fuerte.

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