Opinión

Pruebas que exoneran

Parece ser cada vez más frecuente que, en medios de comunicación masiva, en redes sociales y no por personas necesariamente dedicadas al periodismo y menos aún a la investigación o persecución formal de delitos, ocurra la transmisión de imágenes, audios y hasta videos, en los que con relativa claridad se evidencia que una persona es responsable de la comisión de determinado ilícito. Se trata muchas veces de material que deja muy poco lugar a dudas y por ello, genera una supuesta convicción generalizada de que la persona es culpable y de que, en consecuencia, debe ser sancionada.

No obstante, el conocimiento público de imágenes, audio o video no es suficiente para condenar a nadie -no jurídicamente- aunque sí suela arrollarse mediáticamente el prestigio del individuo cuya integridad está ya en el patíbulo. Esta afirmación tiene una poderosa razón de ser que el Derecho reconoce. Primero porque la fenomenal evolución de las tecnologías de la información y comunicación permite, a quien le sabe, prácticamente cualquier cosa, incluso hacer parecer como cierto algo que no lo es en realidad. Segundo, porque para que el Estado ejerza su monopolio del poder punitivo, es decir, su facultad exclusiva para reprender conductas delictivas, debe tener límites. Lo contrario, sería terrible. Imagínese. Uno de esos límites infranqueables son los derechos humanos y uno de ellos en particular, es el debido proceso. En respeto a ese debido proceso penal, por el dramatismo de su intervención y por el grado de afectación en la vida de las personas, no todo es prueba.

Para que ciertos elementos alcancen esa calidad, ese proceso se divide en etapas, cada una con un propósito propio. En una de ellas, la etapa intermedia, sólo aquellos medios de convicción que hayan pasado el filtro de un juez de control (o de garantías), que haya verificado que no fueron obtenidos ilícitamente o con violación a derechos humanos, podrán pasar a la etapa de juicio oral para ser efectivamente desahogados por las partes ante la presencia del tribunal y ser considerados pruebas. Lo demás, no existe.

Imagine usted que un policía se introduce en su casa, solo porque tiene la sospecha de que cometió un delito, o que graban una llamada telefónica que sostiene con su abogada o su contador o con su mamá sin su conocimiento, o que para obtener una confesión lo torturan. Lógicamente cualquier confesaría haber cometido el más cruel e los delitos. Cualquier información, dato o evidencia así obtenidos, será indefectiblemente excluida del proceso penal.

Las consecuencias de este tipo de prácticas indebidas son muy variadas. La primera de ellas ha quedado explicada; la segunda es que, en ocasiones, bajo el denominado efecto corruptor de la prueba ilícitamente obtenida, se excluye no sólo la prueba en cuestión, sino que también se invalidan otras obtenidas a partir de la primera. Así las cosas, puede generarse una gran bola de nieve de pruebas importantes anuladas gratuitamente en favor de la persona señalada. Una tercera tiene que ver con el impacto negativo en una sociedad cansada de escuchar pretextos, decepcionada por la infatigable constancia de la inseguridad, el delito, la injusticia y la impunidad que se alimentan cuando, evidencias popularmente consideradas como demoledoras, resultan ser útiles para nada. La cuarta, quizás a la que menos alcanza el favor del candor social, es la más irónica de todas. La obtención ilegal de pruebas o con violación a derechos humanos, hace de la persona a quien se acusa, una víctima más. ¡Así es! Es muy probable que la intención primigenia por destrozar públicamente la reputación de alguien se logre, pero si la verdadera intención era hacer justicia, esa será la única condenada al destierro.

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