Muchos autores —sin saberlo— terminan escribiendo su propio destino. Ese es el caso de José Manuel Arturo Tomás Chao Ortega, mejor conocido como Manu Chao, que en 1998 publicó su primer álbum como solista titulado “Clandestino”. Como un presagio, en la canción que lleva el mismo nombre del disco, Manu Chao canta: “Mi vida va prohibida / Dice la autoridad”. Poco más de 10 años después, en el 2009, el músico francoespañol fue expulsado de nuestro país por criticar la violencia en Atenco en 2006, calificando la actuación de las autoridades como “terrorismo de Estado”. Según ha informado la actual administración, el gobierno del entonces presidente Felipe Calderón declaró persona non grata a Manu Chao y le aplicó el artículo 33 de la Constitución. Su presencia en México quedaba prohibida.
Antes de continuar es importante especificar que el artículo en cuestión establece que el Presidente de la República, “previa audiencia”, puede “expulsar del territorio nacional a personas extranjeras” y añade: “Los extranjeros no podrán de ninguna manera inmiscuirse en los asuntos políticos del país”. No sabemos si dicha audiencia tuvo lugar o no, sin embargo, es interesante observar que la práctica de ahuyentar a individuos que resultan incómodos para un régimen viene de tiempos remotos. Por ejemplo, el ostracismo o “destierro político” (según la definición de la Real Academia de la Lengua) que practicaban los antiguos atenienses como una medida pragmática para apartar de la vida pública a quien fuera considerado perjudicial para la polis.
“Ninguno de los grandes del siglo V pudo vivir en Atenas sin temer constantemente la posibilidad de ser expulsado de la ciudad y de ser condenado a muerte”, así resume Roberto Calasso el miedo a la censura y persecución ideológica —de la cual Sócrates fue fatal víctima— que se vivió cuatrocientos años antes de nuestra era. Tratándose de la cuna de la democracia, el procedimiento para el destierro político no podía ser de otra manera: cada año los atenienses eran consultados en asamblea si deseaban llevar a cabo un ostracismo. El voto era a mano alzada, si la respuesta era afirmativa entonces venía la segunda parte del proceso, cada ciudadano inscribía en un pedazo de cerámica (llamado “ostrakon” por su parecido a la concha de una ostra) el nombre de la persona que deseaba condenar al exilio. Aquel que recibiera más votos tenía diez días para abandonar la ciudad por diez años, so pena de muerte, sin necesidad de que existiera una razón más allá de la voluntad popular y sin lugar a defensa por parte del expulsado.
Un par de milenios después de este antecedente helénico, y con amplia historia de por medio, me parece seguro afirmar que cualquier país que aspire a tener un gobierno liberal y republicano debe garantizar el derecho a la libertad de expresión de todas las personas, sin importar que sean nacionales o extranjeras. Manu Chao canta: “Me dicen el clandestino / Yo soy el quiebra ley”, pero nadie puede ser acusado de romper la ley por manifestar sus ideas, mucho menos obligado a irse.
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