En Nueva York un puñado de morenistas se manifestó contra Xóchitl Gálvez con agresividad, con insultos, maldiciones y majaderías, a tal punto que la candidata a la presidencia de la república se preguntó:
“¿Por qué ese odio? ¡Ya basta con el odio y la división entre mexicanos, debemos reconciliar a México!”.
Numerosos episodios en la vida política mexicana muestran que el odio se ha instalado entre nosotros con una fuerza sin precedentes. ¿Cómo interpretar que el gobernador de Veracruz haya enviado féretros al edificio de la Suprema Corte? ¿Cómo explicar el ataque reciente contra la periodista Yolanda Caballero de Tijuana?
El odio político ha existidos siempre, pero la conducta belicosa y provocadora del presidente de la república ha incendiado la pradera. Desde que tomó posesión, se negó a asumir el papel de representante de todos los mexicanos y se definió en cambio como líder de partido. Personaje arrogante, egocéntrico y autoritario, AMLO nunca se propuso dirimir las diferencias entre los mexicanos a través del diálogo y el respeto mutuo; en cambio, ha utilizados su tribuna para insultar, agredir y enlodar la imagen de sus enemigos.
El odio es una pasión que se retroalimenta. El odio genera odio. Cuando el presidente ultraja y agravia a sus enemigos, produce una respuesta igualmente pasional, es decir, sus opositores caen en la trampa que les tiende el ejecutivo. Le corresponden con odio de resentidos. En estos cinco años, México se ha infectado con el virus del odio. Ese sentimiento no solo priva en la vida pública, ya ha penetrado hasta el rincón más íntimo de nuestras vidas: la familia.
La política es ahora una pulsión emocional que nos enfrenta a unos contra otros. La pedagogía de AMLO no es racional, busca desencadenas los sentimientos y tiene un poderoso efecto social. Induce a la beligerancia, al pleito. Ahora sucede que, en la arena pública, los mexicanos peleamos contra los mexicanos y en el ámbito privado, en la familia, los hermanos peleamos contra los hermanos –nos gritamos porque sabemos que nuestras diferencias no son de orden racional, por tanto, no pueden superarse con argumentos.
El odio es una aversión profunda que apunta a destruir, matar, o eliminar, al contrario. Hay que reconocer que quien odia, desea la muerte del otro. Es algo que, nunca une, sino que divide e incomunica a los seres humanos, arruina las relaciones humanas, siembra la discordia entre amigos fraternos.
Por lo mismo, el odio constituye un obstáculo muy serio para la democracia. Obsérvese este cambio dramático: antes la simpatía por un partido político era algo tan llano como la preferencia por un equipo de futbol (no quiero, desde luego, trivializar la política). Ahora, tu definición personal por un partido político es una mácula, un estigma que te expone a las agresiones y burlas de “los enemigos” de ese partido. Por tanto, en la esfera política priva entre muchos mexicanos el miedo, y la inseguridad; vivimos en un medio donde no existe la tolerancia.
El odio linda con la violencia: cuando no es posible resolver un desacuerdo por medio de argumentos razonables o con evidencias, lo que queda por delante es el enfrentamiento y, muchas veces, los puñetazos. Esto debería llamar a una mayor responsabilidad al presidente de la república quien, sin embargo, n no tiene inhibiciones para dar rienda suelta a sus pulsiones agresivas durante sus conferencias diarias.
Las palabras del presidente, con su invariable carga de violencia simbólica, tienen un papel decisivo, crucial, sobre el pensamiento y la conducta de quienes lo escuchan. En primer lugar, producen miedo, asustan, inhiben, inducen al silencio y a la autocensura; en segundo lugar, son aplaudidas y recogidas como verdades reveladas por sus seguidores que se relacionan con el líder a través de la fe y la lealtad incondicional. La razón aquí no juega ningún papel.
La retórica violenta de AMLO (envuelta en la ficticia pugna entre populares y neoliberales) tienen un efecto represivo sobre la disidencia. La indignación, la subordinación, la autocensura, la resignación, el servilismo, y el oportunismo son algunas de las respuestas –todas negativas—que genera la belicosidad presidencial.
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