Traemos un problema con las palabras. O, mejor dicho, con la manipulación de las palabras.
A veces, a las palabras se les manipula de buena fe. Para no herir. Y suavizamos vocablos que, si fueran precisos, serían sin duda más duros.
Muchas otras veces, esa suavización se hace para quien no quede herido, o no sea juzgado con dureza, sea el que la pronuncia. Es cuando nacen los eufemismos; cuando no hay inundaciones, sino encharcamientos; cuando no hay recortes al presupuesto, sino ajustes; cuando no se despide al personal, sino se reestructura la empresa; cuando no hay personas muertas en un enfrentamiento, sino abatidas.
Hay otras circunstancias en las que el uso de las palabras ya se convierte en una forma de complicidad. Pasa cuando se le llama travesura a un delito o cuando se le llama albergue a lo que en realidad es una prisión. Cuando se le da trato de señor a un delincuente o trato de delincuente a los señores.
En todos estos casos, la verdadera finalidad es enmascarar la verdad, ocultando los aspectos menos convenientes para quien usa los vocablos y engañar, con ello, a quien los lee o los escucha.
En el mundo moderno vivimos un bombardeo constante en el que las palabras van adquiriendo otros significados. Una parte de ese bombardeo es publicitario y comercial; la otra parte es política e ideológica. Si una pretende guiar nuestros consumos, la otra busca, a través del lenguaje, que opinemos y pensemos de una manera determinada. Hemos pasado la vida rodeados de persuasores ocultos… o no tan ocultos.
El cambio en años recientes ha sido el paso de los eufemismos, esas medias verdades o “mentiras piadosas” a lo que se ha dado en llamar posverdad, que no es otra cosa que las mentiras llanas aplicadas a sociedades cada vez menos capaces de distinguirlas de las verdades.
Cuando peleaba del lado republicano en la guerra civil española, George Orwell se preguntaba cómo es que alguien podía creer que era verdad cualquier cosa que afirmara un ministerio que se autodenominaba de Propaganda. Por lo mismo, en su novela distópica 1984, el nombre de los ministerios era en realidad su antónimo, porque “la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fortaleza”. El Ministerio del Amor organizaba la Semana del Odio.
Pero resulta que, si el concepto mismo de propaganda ha perdido su significado a través, valga la redundancia, de la propaganda machacona, y es asumido por la población como una suerte de sinónimo de “información”, entonces ya no hay necesidad de cambiar de nombres: está bien que haya Ministerio del Odio porque hay que odiar a los enemigos del pueblo.
Como todavía no hemos llegado a esos extremos, sigue privando la pulsión de querer exorcizar los problemas a través de cambios en la nomenclatura. En ningún caso importa, por supuesto, si el nombre corresponde a la acción o si el puesto va con las atribuciones o las responsabilidades. En todo caso, de lo que se trata es de presentar fines particulares como si fueran objetivos colectivos.
La idea es que las palabras resuenen, aunque dentro tengan otra cosa o no tengan nada. Antes eran Oportunidades. Ahora es Bienestar. Antes eran programas de apoyo con algún adjetivo, como “incluyente”. Ahora se prefiere el gerundio: “sembrando vida”, “construyendo el futuro”, que suena feo, pero da la idea de algo en movimiento.
También sirve que haya resonancias capaces de retrotraer a afrentas añejas, como el Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado, que no devuelve nada, pero recuerda que hubo robos.
De esos cambios, hay varios -como los citados inmediatamente arriba- que son relativamente fáciles de decodificar para las personas. Lo peliagudo es cuando se pretende cambiar el significado a adjetivos como “corrupto”, que ya no se refiere a quien viola la ley para obtener un beneficio particular o a quien recibe un soborno para propiciar esa violación, sino a quien se opone o critica al presidente de la República. O cuando el “no somos iguales” deja de referirse a desigualdad de comportamientos (porque estos son muy similares), sino a desigualdad de origen político. Para uno, el eufemismo; para el adversario: el disfemismo, la expresión peyorativa
En la medida en que gana la prisa política, gana también el ansia por dar nombres nuevos a antiguas instituciones que seguirán haciendo lo mismo, o peor, y -sobre todo- para dar significados cambiados a palabras ya existentes. La intención, siempre, es que la mentira (o el reino de la posverdad) sea indistinguible de la verdad, y que eso al final de cuentas no importe. No importa si algo es verdadero, lo importante es que sea verosímil… aun cuando esa verosimilitud esté alimentada por una tonelada de datos falsos y mañosos.
Cuando la situación sea ya insostenible, habrá un pasó más adelante: estará vetado el uso de las palabras que dicen las cosas como son, por “injuriosas”. Esas están sólo reservadas para la oposición, el anti pueblo, los traidores.
Posdata:
Esta columna se tomará un merecido descanso para las próximas semanas.
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