Opinión

Rencores que duran años: un crimen durante la guerra de independencia

La narración heroica del movimiento independentista ha opacado el hecho de que, fuera de las zonas de combate, la vida seguía, con sus alegrías, y sus penas, con su carga de violencia doméstica y con el lento operar de la justicia. Sin embargo, y a pesar de la guerra civil, lo cierto es que los mecanismos de vigilancia y de castigo continuaron atendiendo historias de sangre y dolor, y, en ocasiones, alcanzaban a detener a los culpables.

historias Sangrientas

José Marcos Casas fue uno de tantos que se unieron a la insurgencia sin ningún ideal político o causa política. Era simplemente alguien que deseaba escapar de sus problemas, y vio en “la bola” una solución

José Marcos Casas fue uno de tantos que se unieron a la insurgencia sin ningún ideal político o causa política. 

Con violencia, a golpes, maldiciones y empujones, aquel hombre fue lanzado dentro del cuarto que servía de oficina al subdelegado del pueblo de Sultepec. José Marcos Casas levantó el rostro, hinchado a causa de los golpes que le había propinado su cuñado, Paulino Troya, no bien lo reconoció. El asunto no dejaba de tener su peculiaridad en aquel 8 de marzo de 1819: dos hombres españoles, uno prisionero del otro, acudían ante las instancias de justicia: por fin se resolvería el asesinato de la madre de Paulino, María Guadalupe Robles, cometido once años atrás.

Mucho viento había corrido por toda la Nueva España desde que María Guadalupe había sido encontrada muerta en el tiro de una mina. Entre otros asuntos, los aires de la guerra de independencia habían dado al traste con mucha de la vida cotidiana del reino. Había minas sin trabajar, campos sin sembrar, adeudos sin pagarse porque había regiones donde todo era el ir y venir de las tropas rebeldes, que en ocasiones se posesionaban de toda actividad económica y la empleaban en su provecho. Se sabía que, en tiempos del cura José María Morelos, hasta los diezmos de las parroquias del sur de la Nueva España habían ido a parar a las manos de la insurgencia. No hubiera sido raro que el asesino de María Guadalupe Robles desapareciera en el huracán intermitente que desde 1810 había cambiado la vida de los habitantes del reino.

Pero quiso el azar que José Marcos Casas fuera inconstante hasta en eso de militar en las fuerzas rebeldes. Hubo temporadas en que se supo de él como un soldado que servía a las órdenes de don Ignacio López Rayón. Pero como la vida del cuartel no fue de su gusto, había vivido embozado por algunos años, hasta que fue reconocido. Entre eso y que su cuñado se apersonara para llevarlo ante la justicia, solamente mediaron algunas horas.

Todo lo que aquí se cuenta ocurrió en los días accidentados de la guerra de Independencia. A pesar de la incertidumbre y de la guerra civil, la justicia novohispana alcanzó a aquel hombre que durante años había vivido almacenando rencores en su alma, y que, a la hora de declarar, fue regurgitando para describir, junto con los testigos que lo acusaron, una historia de desamores y violencia familiar. Fue una suerte que una historia como el asesinato de María Guadalupe Robles no quedara impune y sí permaneciera en los legajos del Ramo Criminal que hoy custodia el Archivo General de la Nación.

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Asesinatos en la Nueva España acaban por volverse clásicos de nuestra historia criminal, como el de el comerciante Joaquín Dongo, o leyendas de aparecidos, como el famoso don Juan Manuel Solórzano. El crimen de José Marcos Casas pertenece al fragor de todos los días, a esa red que se teje con los destinos y las decisiones de grandes y pequeños, de ricos y humildes: materia prima para cualquier página policiaca de cualquier día, si hubieran existido en 1819.

UN PROCESO: HABLAN TODOS

No bien se puso a buen resguardo a José Marcos, aparecieron los conocidos y familiares que testificaron en contra el hombre. En primer lugar, la esposa de José Marcos, hija de la víctima. Algunos declarantes, amigos de la familia, eran gente peculiar. El expediente asegura que uno de los testigos, don Hipólito Giral, declaró tener más de cien años. Y esto fue lo que contaron.

El asesinato había ocurrido en julio de 1809, cuando el reino bullía de chismes y pequeñas conspiraciones; en todos lados se hablaba de independencia. Pero José Marcos Casas tenía otras preocupaciones; n había en casa para comer y ni un tlaco partido por la mitad. En la plaza principal del real de minas de Temascaltepec, se encontró a su suegra y le confesó su situación. Ella, generosa, vendió un poco del algodón que acababa de hilar y le dio el dinero para que pudiera llevar alimentos a su casa. Casas compró maíz y carne, e invitó a su suegra para que fuera a visitar a la familia una semana después, para celebrar el santo de su hija, esposa de José Marcos.

Llegó el día en que Guadalupe llegaría de visita. Pero, por la mañana, Marcos dijo a su mujer que debía salir rumbo al Peñón. Se llevó su fusil, y unos tacos que le prepararon para que pudiera comer en el trayecto. Un rato después, Juana Nepomucena Troya, hija de Guadalupe y esposa de Marcos, afirmó haber escuchado “un trueno de fusil”. Sabiendo que su esposo era buen tirador, se despreocupó del asunto.

Pasaron las horas. A la una de la tarde, José Marcos regresó a su hogar. Su mujer estaba preocupada: su madre no había llegado, como se había acordado. “No te preocupes”, respondió su marido. Guadalupe no andaba bien de salud aquel día en que se encontraron. Era martes. Juana no debería inquietarse: el domingo, él la llevaría al Real de Temascaltepec a visitar a su madre.

El domingo, Juana se encontró con su hermana, María Cecilia. Se enteró que desde el martes, Guadalupe había salido de su casa con rumbo al hogar de Juana. Desde entonces, nadie sabía nada de ella en el Real de Temascaltepec. Las mujeres cayeron en algo que podría llamarse histeria. Entre ellas empezaron a especular y a imaginar. Al cabo de unos minutos llegaron a la conclusión de que José Marcos había asesinado a su suegra.

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Soltado así, de botepronto, aquella afirmación no era sino una exaltación femenina. Pero los testimonios se fueron desgranando, y de esa manera las autoridades de Sultepec supieron que suegra y yerno se llevaba no mal, sino muy, muy mal, y que en algún momento de exaltación, José Marcos había amenazado con mandar a Guadalupe al otro mundo, por ser una madre política plagosa, entrometida y peleonera.

Pero en aquel día oscuro de 1809, los hijos de Guadalupe, Paulino, María Cecilia y Juana Nepomucena, se lanzaron a recorrer los alrededores del real de Temascaltepec, en busca de ella. José Marcos alegó que estaba muy ocupado, que no podía colaborar y que ellos buscaran solos.

Cayó la noche. Agobiado, Paulino Troya lloraba su desventura en la casa de un amigo, José Antonio Terrones. De pronto, la esposa de Terrones zarandeó a su marido y le exigió “decir la verdad”. Terrones confesó haber visto el cadáver de Guadalupe “en el tiro de una mina”. Paulino Troya salió corriendo seguido por su amigo. Con ayuda de amigos y hombres enviados por el subdelegado, lograron sacar el cuerpo.

Cuando Paulino Troya abrazó el cuerpo helado de su madre, se dio cuenta de la causa de su muerte: la mujer había recibido un tiro en la parte superior de la cabeza, y le había despedazado el cerebro.

Paulino sabía muy bien, como todo el vecindario, que José Marcos era uno de los pocos propietarios de fusiles en el pueblo de Sultepec.

RENCORES VIEJOS

Al continuar declarando, los hermanos Troya y los amigos de la familia contaron una historia de pleitos continuos. Seis años atrás, en 1803, Guadalupe había puesto una denuncia en contra de José Marcos, ante el Alcalde Mayor de Sultepec, porque el hombre maltrataba a su mujer; incluso, la azotaba con tiras de cuero. La justicia actuó, y el hombre fue sentenciado a prisión. Pero finalmente, compadecidas, madre e hija solicitaron el perdón de Marcos, quien regresó a casa tras haber prometido que no habría de ser violento con su esposa. Pero también dijo, a quien quiso escucharle, que “con el tiempo se lo pagaría su suegra”. Nadie hizo mayor caso de la amenaza soltada al aire. Cuando Guadalupe fue encontrada con un tiro en la cabeza, en los oídos de los hermanos Troya aquel dicho amenazante volvió a sonar.

Marcos, desde luego, negó todo. Empezó a dar detalles: su suegra era metiche y majadera, y defendía a su hija, que todos los días andaba en la calle, juntándose con gente poco recomendable, y seguramente engañándolo. Por eso le pegaba, porque era imposible de contener como mujer buena y de su casa. La suegra solamente era cómplice de aquella mala pécora.

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Fue tal la vehemencia de José Marcos, que en el expediente quedó asentado no solo su historia de amor fracasado en el seno del hogar, sino el juicio que de él se formó el subdelegado, que lo definió como un hombre terco y violento.

Aquella idea se consolidó cuando se puso en claro por qué en 1819 se procesaba a un criminal que actuó en 1809. Apenas se serenaron, los hermanos Troya acusaron a José Marcos por asesinato, y en esa ocasión, nuevamente, la justicia actuó: lo apresaron y lo condenaron a muerte.

Los Troya pensaron que se había hecho justicia, pero en realidad José Marcos se había fugado y se había unido a la insurgencia. Se fue a Zitácuaro, donde se enroló en las tropas de Ignacio López Rayón, pasando a formar parte de aquella fracción de insurgentes que no andaban en la bola por sus altos ideales, sino por escapar de sus cuentas pendientes.

Tarde o temprano, había de ocurrir: sus superiores se enteraron de que era un prófugo de la justicia, y lo encerraron. Pero entre el huracán independentista alguien se compadeció de él y se supo que, incluso, alcanzó el grado de capitán. Amparado en sus migajas de poder, hasta llegó a acercarse a Sultepec, con el propósito de asesinar a quienes habían declarado en su contra, pero finalmente le dio miedo de ser atrapado y ejecutado.

Regresó a la insurgencia, pero se hartó de aquel asunto hacia 1813 en que desertó. Quiso hallar trabajo de escribiente, pero fracasó. En 1816, tontamente, se fue a establecer cerca de Sultepec, y se hospedaba en la casa de una mujer oriunda de Ixtapan de la Sal, cuyo nombre no se consignó en el expediente. Tan sonado había sido aquel drama del asesinato, que la mujer terminó reconociéndolo, y le envió un mensaje a Paulino Troya, quien no dudó, y se lanzó a atrapar a su cuñado, con tanta suerte, que lo pescó descuidado y desarmado.

Nada pudo alegar en su favor José Marcos Casas. Solamente volvió a hablar del infierno que era su hogar de Casado, con una esposa necia y rebelde, y con una suegra cómplice. Si esperaba que eso ablandaría a las autoridades, se equivocó. José Marcos Casas fue castigado con diez años de prisión que debería cumplir… en Cuba.

Condenado por su “necio y criminal encono”, Casas fue llevado a Veracruz, que ya de por sí era un suplicio en su calidad de reo. Se le llevó a Cuba y su rastro se pierde en el tiempo. Acaso en la isla encontró la posibilidad de iniciar una vez más.