Han pasado 75 años desde que se promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Dicho instrumento internacional fue unánimemente reconocido como una acción histórica crucial en el largo camino de las ideas y las normas sobre los derechos humanos. Con el transcurso de los años, los derechos humanos se convirtieron inevitablemente en un paradigma ético y político que permitió el desarrollo de un cuerpo normativo sólido que resalta los problemas de su fundamento, su justificación y su universalidad. De la misma forma, el acento se ha puesto en sus violaciones, así como en su aplicación selectiva y paternalista. En un periodo dominado por las dos guerras mundiales y como consecuencia del horror producido por ellas, se puso mayor atención a los derechos humanos y a los compromisos jurídicos para su defensa.
Sin embargo, y visto en retrospectiva, los derechos humanos se han constituido como parte de una retórica hueca y sin sentido. Cada vez más se observa en las declaraciones internacionales y en los ordenamientos jurídicos estatales, la incorporación de nuevos derechos que solamente existen en el papel. En contrapartida, han surgido ineficaces y enormes burocracias nacionales e internacionales que han monopolizado el tema y derivado de ello, se ha desarrollado una auténtica casta de “vividores” de los derechos humanos. Por si fuera poco, los genocidios y las limpiezas étnicas continúan en el mundo, sin que nada detenga a los perpetradores. Presenciamos así, una permanente crisis de los derechos humanos a todos los niveles que amenaza con limitarlos o cancelarlos.
Para complicar las cosas, actualmente es hegemónica una interpretación de los derechos humanos que los concibe como una esfera separada de la democracia. Se considera que son ajenos a ella y, por lo tanto, que deben mantenerse sujetos al exclusivo y excluyente control de los jueces. Concebir los derechos humanos separados de la democracia significa sostener que importantes cuestiones como el aborto, la eutanasia, el medioambiente o los derechos de los seres sintientes, entre otros, no deben quedar sujetos a la discusión democrática, sino retirarse del debate público para permanecer resguardados y a salvo de toda intromisión democrática a través de los mecanismos del control judicial.
Para contrarrestar estas concepciones debemos reconocer que los derechos son producto de la democracia y no concesiones de los gobernantes. Ellos se encuentran sujetos a la regulación de la ley y derivan de la reflexión colectiva. Los derechos son una creación humana y como tal, nacen y mueren con la ley. Son creaciones sociales que diseñamos para proteger la dignidad de las personas y que denominamos derechos constitucionales. Vincular los derechos humanos con la democracia, permite que adquieran relevancia aquellos derechos que se encuentran relegados, desvalorizados o directamente repudiados por la doctrina legal y política prevaleciente. Desde sus orígenes la relación entre democracia y constitucionalismo ha sido problemática, lo que permitió imponer un modelo básicamente restrictivo del ideal democrático. Por ello, resulta urgente cambiar los fundamentos del sistema institucional en un sentido que permita democratizar al constitucionalismo.
Es erróneo seguir expandiendo la lista de los derechos humanos agregando más en cada reforma constitucional. Todas las constituciones tienen dos partes: la relativa a los principios generales que ofrecen identidad a una sociedad y la que se refiere a la organización del poder político. En la primera se incorporan constantemente los nuevos derechos sin advertir cómo se conseguirán. Es, sin embargo, en la segunda parte donde se pueden activar los derechos constitucionales, incidiendo directamente en los modos de organización del poder. Debemos, por lo tanto, focalizar la energía cívica en esta parte de nuestros ordenamientos constitucionales para que los ciudadanos puedan tomar el control sobre cómo se deciden, gestionan y resuelven sus derechos humanos.
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