Una vez que se han hecho públicas las listas de los candidatos a los diferentes puestos de elección popular para el proceso electoral de junio próximo, tanto en el frente opositor como el oficialismo, se constata uno de los más graves problemas que afectan la legitimidad del sistema político mexicano y que está representado por la ausencia de ciudadanos en los espacios donde se toman las decisiones social y políticamente relevantes para todos. Las candidaturas que llevarán los partidos en su búsqueda de espacios ejecutivos y legislativos incorporan lo mismo de siempre: los clásicos vividores de la política, los impresentables en búsqueda de impunidad, así como los que privilegian la disciplina de partido en lugar del interés general. Es la famosa casta política que se recicla así misma. Este fenómeno alcanza prácticamente a todos los partidos, independientemente de sus ideologías.
En el caso del oficialismo se entiende por qué ellos no necesitan ciudadanos, toda vez que la línea general es diseñada desde Palacio Nacional en una perspectiva altimétrica y donde las decisiones las toma un pequeño grupo que las socializa posteriormente. Donde no se entiende, es en la coalición opositora cuya candidata incluso ha llegado a deslindarse de las nominaciones partidarias argumentando que no son de su competencia. Esto es desconcertante porque la lucha político-electoral siempre implica construir hegemonías, es decir, nuevos predominios políticos y culturales. Será difícil impulsar un programa común desde perspectivas ideológicas tan diversas y sin compromisos articuladores, porque sus candidatos también fueron designados por las burocracias partidarias. La nula incidencia de las dos candidatas presidenciales en la integración de sus grupos parlamentarios y de gobierno que teóricamente habrán de acompañarlas durante el próximo sexenio, hará difícil la acción política unificada.
Conviene recordar que la calidad de la representación política constituye una calificación de la misma democracia. Representar quiere decir actuar en el interés de los representados. Históricamente, entre el representante y el representado se estableció una suerte de contrato que los transformó en corresponsables de la acción política. Cuando ese vínculo se rompe, la representación solamente es descriptiva y deja de ser sustancial, como en el caso mexicano.
El sociólogo alemán Max Weber afirmaba que los partidos políticos se edificaron con base en dos postulados: “o como organizaciones de patronazgo de los cargos públicos, o como organizaciones que se apoyan sobre una intuición del mundo que se orienta a tratar de hacer realidad sus ideales de contenido político”. Los primeros tienen el objetivo de llevar al gobierno a sus jefes por medio de elecciones para repartir posteriormente los cargos del Estado entre sus aliados. Los segundos privilegian los proyectos y programas bajo la convicción de que los principios inciden directamente en la acción política, anteponiéndolos a las personas que habrán de llevarlos a cabo. Entre estas dos modalidades históricas del partido se desarrollaron las “democracias representativas”, caracterizadas por sociedades civiles débiles y desorganizadas. El resultado fue una ciudadanía desinteresada de la política y el sometimiento de sus organizaciones a la estructura corporativa de los partidos. Una sociedad civil débil deja mayor espacio al monopolio de los partidos y se encuentra más expuesta a la manipulación.
Sin embargo, ahora la ciudadanía se articula en numerosos grupos, asociaciones y organizaciones. Se presenta como un tejido pluralista, amplio y diversificado, capaz de construir su propia hegemonía sin necesidad de los viejos partidos. Ellos se están convirtiendo en “redundantes” y amenazan la sobrevivencia del pluralismo democrático. Ha llegado la hora de distinguir a los diferentes partidos específicamente por la relación que establecen con la sociedad civil. Por lo tanto, los ciudadanos deben encontrar formas de expresión autónoma frente a un sistema de partidos que se encuentra herméticamente cerrado. Las viejas partidocracias representan el mayor obstáculo para el desarrollo democrático de México.
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