Opinión

La república de borregos

El carácter del presidente de la república es poco analizado por la crítica, a pesar de su marcada relevancia en un gobierno unipersonal. El tema no es fácil de abordar, porque AMLO es un personaje proteico, cambia constantemente sus palabras, sus actitudes, sus gestos y sus decisiones. Todos los días nos sorprende.

Sus virtudes son visibles: es un hombre fuerte en el sentido de terco, obstinado hasta la estulticia. Tiene un olfato político (electoral) muy desarrollado. Es atrevido, corajudo, valiente, pero sabe retroceder con cautela ante poderes que lo sobrepasan. Manifestó gran astucia al concebir “las mañaneras” una escenografía poderosa para dirigir al país y proyectar públicamente su imagen de líder.

Tanto su volubilidad como su terquedad son perceptibles en esa escenificación teatral diaria en la cual todos somos espectadores. Sus vicios son menos palpables. AMLO no posee una conducta ética constructiva, edificante, que se sustente en el respeto a la dignidad del ser humano, por el contrario, expresa cotidianamente un rencor encendido hacia los mexicanos que critican su discurso y sus decisiones.

Su discurso es una retórica de odio: un odio obsesivo, pertinaz, patológico, que a diario brota como algo espontáneo, automático, contra sus enemigos. El odio no interpela a la razón, apela a las emociones. Su efecto es reproductor: crea y despierta más odio entre las víctimas de sus ataques.

Su discurso es pulsional, emocional; con sus palabras AMLO no invita a dialogar, a argumentar y a convencer, sino a conquistar lealtades incondicionales, sumisas, de servidumbre hacia su imagen estereotipada (falsa) de hombre limpio, puro, honrado que ha dedicado su vida por servir al pueblo. Atributos, todos, discutibles.

La sinceridad no es su fuerte, el presidente miente, frescamente, sin recato, consciente que quien habla es el hombre más poderoso de México y que en la sala de prensa en la que habla, no se encuentra nadie que se atreva a replicar con argumentos sus falsedades. Pero, además, utiliza su poder para enfrentar a los mexicanos entre sí, para promover el rencor entre ellos, para eliminar toda posibilidad de entendimiento mutuo.

Utiliza su poder, asimismo, para hacer daño no sólo moral sino también material a quienes lo critican. Moviliza a la PGR, al poder legislativo, a la UIF, a los miembros de su gabinete, para hostigar y perseguir a las personas que le disgustan. En este sentido, es un hombre de mala fe. No obstante, predica una política moralizante y pseudoreligiosa, habla de la bondad de los pobres, llama a abrazar y a no balacear a los narco-traficantes, menciona a Cristo y utiliza imágenes y parábolas sacadas de la Biblia.

Es probablemente el presidente más poderoso que hemos tenido en las últimas cuatro décadas, pero ante cada acontecimiento negativo se victimiza. Todos conspiran contra él. Si las mujeres feministas protestan, si las madres buscadoras critican la pasividad del Estado, si las víctimas de Otis reclaman mayor atención del gobierno, etc. en todos esos actos el presidente dice que se trata en realidad de conspiraciones de sus enemigos contra él y contra su gobierno.

Todos los días incurre en excesos: se excede en su conducta y se excede en sus juicios. Miente sin vergüenza. Eso revela que tiene un concepto muy pobre del pueblo de México: piensa que se le puede engañar fácilmente, sin consecuencia alguna; cree que gobierna a un pueblo de borregos que habrá de seguirlo mientras se mantengan los subsidios a los adultos mayores y a las familias pobres que son –piensa-- la garantía para que se mantenga la fidelidad perruna hacia su persona.

La tragedia de Acapulco puso en evidencia otro rasgo de su carácter: su insensibilidad, su incapacidad para sentir en carne propia el dolor de los otros, su frialdad ante el dolor de millones de seres humanos. Es una roca. Su tozudez lo llevó a calificar las súplicas de ayuda que llegaron hasta palacio como “pura politiquería” sin percibir los motivos profundos, sinceros y auténticos, que suscitaron las súplicas de os acapulqueños.

Su inteligencia y su cultura son modestas: fue un acierto crear un “movimiento” en vez de un “partido”, pero su entendimiento no alcanzó para construir un proyecto de gobierno integral, articulado y realista; en su lugar creó un ente informe, confuso, vago, la Cuarta Transformación, estrategia de cambio que carece de marco teórico o ideológico propio, pero que tiene un eje pragmático, instrumental, que permite asimilar todo tipo de creencias y doctrinas siempre y cuando arrojen beneficios electorales. 

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