Opinión

La república del odio

El discurso de odio que se proyecta todos los días desde las conferencias presidenciales empieza a manifestarse, sin ningún pudor, en acciones concretas de incitación a la violencia. Tal y como ocurrió hace unos días cuando simpatizantes de López Obrador acudieron a la Suprema Corte de Justicia de la Nación con armas de juguete para amenazar a su Presidenta –la primera mujer en ocupar ese importantísimo cargo- la Ministra Norma Lucía Piña Hernández, y que se replicó este sábado con la quema de su figura hecha de cartón, con toga y birrete, por parte de grupos de fanáticos que asistieron a la manifestación organizada por el oficialismo en el Zócalo. Ya sean los adversarios, los conservadores, los rivales, los contendientes, los opositores o simplemente, quienes manifiestan su desacuerdo con las actuales políticas del gobierno, todos sin excepción, son condenados a la hoguera del odio. Son acciones de odio inducido, que se complementan con el odio espontáneo que se reproduce así mismo a partir de la cultura de la confrontación producida por los mensajes presidenciales, y complementada con su aparato de propaganda.

El odio es una relación virtual con una persona o un grupo y, al mismo tiempo, con la imagen de esa persona o ese grupo al que se desea marginar o arrollar. Ya sea por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la exclusión anhelada. El trabajo del odio va desde el deseo de destrucción a la destrucción física. Busca desaparecer la existencia material y la imagen del sujeto, lo que usando una terminología antigua, sería su destrucción espiritual, pero que en realidad es la demolición de su imagen social. El odio es bidireccional: va desde el deseo a la acción, y viceversa. El odio se dirige a los otros, los distintos, los extraños, los que irrumpen desde el exterior en nuestro círculo de identificación cultural, ideológica o política. En consecuencia, se produce una relación de desconfianza, miedo y rechazo contra los que no pertenecen al grupo. En él no viven solo los que se parecen entre sí sino los que son lo mismo que es igual a decir: el mismo. Esta identificación produce el «nosotros» en relación con el grupo social de referencia y al mismo tiempo, la identificación de los «otros» es decir, de quienes no forman parte del grupo.

Inevitablemente vienen a la memoria las infaustas manifestaciones del nazismo que iniciaron en mayo de 1933 con la quema de libros en universidades, bibliotecas y librerías para ejecutar purgas literarias y estimular la censura, acciones que prosiguieron con “la noche de los cristales rotos” caracterizada por una serie de linchamientos y ataques combinados ocurridos en la Alemania nazi y en Austria la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938. Estas acciones fueron parte de una estrategia para consolidar la dictadura del Tercer Reich que inició con la organización de un Estado paralelo a las instituciones constitucionales previamente existentes en la República de Weimar y con la posterior imposición de un consenso obligatorio a toda la población. Más tarde habrían de desplegarse las estructuras de la represión sistemática y del genocidio.

El trabajo del odio es salvaguardar la imagen de uno mismo, porque cuando se odia se muestra ante los demás una suerte de impotencia frente al sujeto odiado. El odio se asemeja a la envidia, que por el hecho de experimentarla, el envidioso ostenta su impotencia frente al envidiado. No se odia a quien se considera inferior, porque si estorba se le hecha. Se odia a quien es capaz de oponerse con eficacia y efectividad, por lo que actualmente el odio solo refleja debilidad.

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