Opinión

Santos tiroteos en Cancún y Acapulco

La Semana Santa arrancó para el turismo de la peor manera. Se comprobó de forma sangrienta que llevar cocaína hasta los camastros siempre termina en balaceras. Es casi una ley de la naturaleza. Los acomedidos que quieren incluir la cocaína como parte del menú del día, junto a las cervezas y las papas fritas, ganan más dinero durante un tiempo, pero terminan muriendo o matando. La violencia es tóxica para la industria de viajes.

Es una pena que después de tantas amargas experiencias todavía haya quien piense que puede salirse con la suya. Hablo, seguro lo adivinó, de las balaceras en Cancún y Acapulco. No se desataron en algún callejón inmundo donde los adictos van porque no pueden vivir sin su droga. Nada de eso. En Cancún fue en la playa del Fiesta Americana y en Acapulco en Caleta, que todos conocemos. En cada caso cuatro muertos y docenas de turistas apanicados.

¿Qué explica que grupos antagónicos de narcomenudistas diriman sus diferencias disparándose a medio día en playas atestadas de turistas? Pues que pueden hacerlo. Su dominio del territorio incluye que la policía esté viendo para otra parte, vigilando otra playa lo suficientemente lejos como para llegar a la escena del crimen cuando ya la sangre está en la arena.

¿La policía se Cancún o la de Acapulco no puede reconocer a un grupo de narcos que se acercan armados a las playas? Claro que puede, los detecta a cientos de metros, pero los dejan hacer porque son parte de un acuerdo para hacer negocios vendiendo drogas como quien vende cocos con limón y chile. Lo que sigue después de la masacre es, según el guion recurrente, que agentes de la Guardia Nacional, marinos o soldados aparezcan en las playas portando armas de alto poder, cuando los narcos ya andan en otro lado.

El personal de seguridad de los hoteles y la policía que siempre, por rutina, recorre las playas conoce a los narcos por nombre, apellido y apodo, pero los dejan hacer, los dejan pasar, los dejan disparar, porque así es el capitalismo salvaje de la compra-venta de drogas. La historia de la ruina de Acapulco es la crónica de cómo las drogas fueron bajando de las montañas que rodean el puerto hasta la Costera Miguel Alemán. La venta de drogas en las colonias periféricas no es una novedad, pero conforme los narcos fueron acercándose a la playa el destino del puerto quedó marcado para siempre.

El Acapulco de mediados del siglo pasado, su glamour, sobrevive en la memoria de los turistas más viejos. Es casi un mito. La nueva ola, la ola de sangre, comenzó cuando aparecieron varias cabezas, sin cuerpos, en la Costera. Bajo el férreo control de la banda de Arturo Beltrán Leyva, Acapulco se convirtió de manera paulatina pero inexorable en un importante centro de distribución de drogas. Lo que se decía en el puerto era que los empresarios, los que tenían sus negocios en la Costera, tenían un pie en el negocio del entretenimiento y otro en el tráfico de drogas. Lo mismo ocurrió con taxistas que transformaron sus unidades en narco tienditas móviles.

El día que los marinos mataron al jefe de jefes su cartel se pulverizó y Acapulco se transformó en campo de batalla. Por eso los sicarios pueden disparar en Caleta para ajustar cuentas. Cancún no aprendió la lección y también allá quieren combinar cocaína con bronceadores y claro las balaceras se repiten. Es un negocio tan grande que todos, autoridades civiles, militares, policías, empresarios, comerciantes y claro sicarios, quieren su parte. Los pistoleros mataron en Acapulco a la gallina de los huevos de oro, ¿harán lo mismo en Cancún? Ahí la llevan.

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