Opinión

Sebastián Lerdo de Tejada: la vida de un presidente impopular

La muerte de don Benito lo puso en la presidencia. El veracruzano Sebastián Lerdo de Tejada consiguió, por las disposiciones legales de la suplencia presidencial, alcanzar el puesto político más alto de la nación. Logró llegar a donde nunca pudo llegar su hermano Miguel, muerto de enfermedad en los días de la guerra de Reforma. Había colmado las ambiciones que albergaba su alma desde hacía años, cuando formaba parte del pequeño grupo que acompañó al presidente Juárez en su viaje hasta el norte mexicano, llevando consigo el gobierno republicano. Casi cinco años habían transcurrido, no sin altibajos, inconformidades y las inevitables luchas por el poder. Sí, don Sebastián llegó a la presidencia. Pero sus anhelos de pasar una larga temporada despachando en esas oficinas tan especiales, no se concretaron. Estaba destinado a morir en el exilio, rumiando acaso la derrota final que le infligió un todavía joven Porfirio Díaz.

¿Cómo fueron esos años, los de la presidencia de Sebastián Lerdo? ¿Cómo se mantuvo en el poder a pesar de que no era un héroe de guerra como Díaz, ni tuvo nunca el fuerte poder simbólico de Benito Juárez?

Hubiera querido Lerdo quedarse en la presidencia casi tantos años como Juárez. Pero la generación que seguía a la de la Reforma tenía méritos, fuerza y empeño. No permitieron que el veracruzano hiciera huesos viejos en Palacio Nacional.

LOS AÑOS DE DON SEBASTIÁN

La ley de la suplencia presidencial vigente en 1872, año de la muerte de Juárez, designaba al presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación como mandatario interino. Así llegó Sebastián Lerdo al poder. Al asumir el cargo prometió la rigurosa observancia de las leyes de Reforma, y como el difunto don Benito, respetar la libertad de prensa. También ofreció una amnistía para todo aquel que fuera responsable de delitos políticos. Aquella oferta tenía nombre y apellido: eran muchos los que, en el último año de vida de Juárez, habían protagonizado sublevaciones y complots, Porfirio Díaz entre ellos.

Como no eran los mejores tiempos para insistir en su gran anhelo, la presidencia, Porfirio Díaz prefirió acogerse al perdón que ofrecía el presidente interino, y se retiró a su hacienda en Tlacotalpan, a ver crecer las cañas.

Obedeciendo la norma, Sebastián Lerdo convocó a elecciones para elegir nuevo presidente. Los comicios se llevaron a cabo en octubre de 1872. El pequeño detalle era que solamente había un candidato, el propio don Sebastián, que, naturalmente, resultó triunfador. Asumió el cargo de presidente constitucional en diciembre de aquel mismo año.

Nunca fue un tipo simpático ni dicharachero. Sobrio hasta ser considerado gris por algunos de sus malquerientes, siempre se le veía vestido de manera similar: traje con chaleco, camisa blanca, corbata de moño. Víctima de una notoria calvicie, prefería alisarse y fijar el poco cabello que le quedaba. Su quijada era muy pequeña, y sus ojos, grandes y saltones. Aquellos rasgos fueron aprovechados a fondo por los caricaturistas, que se dieron vuelo ridiculizándolo. Pero quien lo mirase de cerca podría ver cómo en aquellos ojos saltones brillaba la inteligencia.

Como la historia de su amor fracasado, ocurrida en la lejana Chihuahua, no fue del conocimiento público sino hasta que el historiador José Fuentes Mares la dio a conocer en los años setenta del siglo pasado, a don Sebastián, en su tiempo de presidente, solamente se le conocía la pasión por la política y el gusto por comer y beber muy bien. Se sabía que su restaurante favorito, famoso por su buena concina francesa, estaba en el Tívoli de San Cosme, en las afueras de la capital. La anécdota cuenta que, para la comida diaria, era cliente asiduo de una cantina, llamada El Nivel, que sobrevivió hasta 208, y de cuya cocina salían los manjares que se introducían por un balcón de Palacio Nacional, sobre la calle de Moneda. Como tenía no pocos enemigos políticos, su gusto por la buena mesa fue elevado por los caricaturistas al nivel de glotonería desaforada y así lo dibujaron muchas veces. Después de años de ser el acompañante del presidente Juárez a toda clase de fiestas, bailes, conciertos y funciones de ópera, Lerdo adoptó la costumbre de hacer un paseo vespertino, en su carruaje abierto, por el paseo de Bucareli. No faltó el que asegurara que en esos recorridos el presidente iba acompañado de “mujeres de mala fama”.

“JACOBINO, GLOTÓN Y PERSEGUIDOR DE MUJERES”

Poco ayudó a su fama pública la decisión más relevante de su mandato: elevar a rango constitucional las leyes de Reforma, que en los últimos días de Juáre4z parecían haberse relajado. Consiguió la aprobación del Congreso a su proyecto en septiembre de 1873, y entonces, las instituciones del Estado laico y liberal que se habían diseñado desde 1856, se perfeccionaron.

Las consecuencias se reflejaron en la vida diaria de los mexicanos: se prohibió la instrucción religiosa en las escuelas públicas y se reforzó la prohibición, para las sociedades religiosas, de adquirir bienes inmuebles. Nuevamente fue rotunda la prohibición de llevar ropas talares en sitios públicos, y se insistió en que las ceremonias religiosas no podían realizarse fuera de los templos. Don Sebastián no estaba para andar discutiendo: a todos aquellos prelados que se atrevieron a inconformarse públicamente, simplemente los expulsó del país. Gran escándalo fue aquel, en que grupos de jesuitas y la orden de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul fueron enviados al exilio. El escándalo fue más grande cuando se supo que el gobierno de Lerdo ofrecía a estas comunidades religiosas la opción de quedarse en territorio mexicano en calidad de ciudadanos comunes, no como integrantes de una comunidad religiosa. Todos prefirieron el exilio. Se fueron en noviembre de 1874.

Aquellas decisiones, de lo más impopulares, exacerbaron a la prensa en contra de don Sebastián: acusaron al Congreso de ser “su lacayo”; la prensa católica, que poco a poco había resurgido, lo acusaba todos los días de jacobino, de glotón y de “perseguidor de mujeres”.

Lerdo se anotó otro tanto en su contra, al recuperar una iniciativa que se quedó pendiente desde 1867: la creación del Senado de la República. Lerdo esperaba que al crear el nuevo órgano legislativo se acotaría el peso, que juzgaba excesivo, de la cámara de Diputados: era el mismo problema de siempre con la constitución de 1857: a ratos daba la impresión de que con ella no se podía gobernar porque, en ocasiones, parecía que los diputados tenían mucho más poder que el mismísimo presidente.

El Congreso aprobó en abril de1874 la creación del Senado, con dos representantes por cada estado de la República. Nuevamente la prensa lo golpeó, descalificando de entrada a los nuevos senadores, no obstante que habían sido electos. Para la prensa opositora, no eran sino “secuaces incondicionales” del presidente.

A pesar de tantas críticas, había cosas positivas en aquel gobierno impopular: fueron los años en que empezó a expandirse la red ferroviaria, de México hacia León y hacia Tlalnepantla; también se extendieron concesiones para desarrollo ferroviario en diversos estados de la República. Entre 1872 y 1876, también creció la red de telégrafos, en más de 200 mil kilómetros. Hasta pudo don Sebastián adquirir cuatro buques guardacostas. Fueron, también, años de buena vida cultural, aunque con poco dinero, para instituciones como la Sociedad mexicana de Geografía y Estadística.

Si, finalmente, la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada, ¿por qué aquel hombre terminó sus días en el destierro? Fue la tentación del poder; el abierto deseo de concentrar el poder, por largo tiempo, en las manos del grupo lerdista. Hubo audaces que afirmaron que, al anunciar Lerdo sus pretensiones de reelección para el periodo 1876-1880, el país se encaminaba a una nueva concentración de poder; a una “dictadura” constitucional. Pero la coyuntura era muy diferente: don Sebastián no era Juárez, y al veracruzano nadie le tenía temor reverencial. No le permitirían aferrarse a la silla presidencial.

(Continuará)

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