Rafael Pérez Gay, autor de Me perderé contigo (1988), Esta vez para siempre (1990), Llamadas nocturnas (1993), Paraísos duros de roer (2006)y de los muy notables Nos acompañan los muertos (2009), El cerebro de mi hermano (2014), premio Mazatlán de literatura, Perseguir la noche (2018), entre otros; y periodista de la columna “Uno hasta el fondo”, firmado con el pseudónimo de Gil Gamés, del diario Milenio, articulista en Nexos y en otras revistas, acaba de publicar Todo lo de cristal bajo el sello Seix Barral de la editorial Planeta. Este libro, que trata de asuntos familiares de sus padres, del México de los años sesenta hasta hoy, debemos suponer, de la pasión futbolística del autor, de su entusiasmo por revisar hemerotecas y revivir tiempos pasados, no en vano es especialista en literatura mexicana del siglo XIX, reconstruye por medio de la memoria su infancia y su época adolescente. En especial resulta un recorrido por el nomadismo de su padre, que hacía de los Pérez Gay los “reyes de la mudanza”. A veces por el sólo gusto de su padre, y a veces porque desaparecían debiendo rentas. “De las veintidós veces que nos mudamos de casa o de departamento, la mayor parte ocurrió en la colonia Condesa”. Doña Alicia, la madre había vivido en un caserón en esa área, donde sus familia tenía una caballeriza. Pasó de ser una joven rica a una mujer casada cuyo marido, el señor Pérez Gay, dilapidó la fortuna de él y de ella.
Como buen conocedor de la novela realista francesa, Rafael Pérez ha escrito una parte de su biografía, apegado a los vaivenes de la fortuna, a la pérdida de las ilusiones de su padre, como sucede con los personajes balzacianos, apremiados por asuntos económicos.
El territorio de la infancia le resulta turbio a Rafa, como a todos cuando emprendemos la memoria hacia muy atrás, sin embargo lo recupera para el lector o quizá para él mismo. Durante las cambios de domicilio, el niño Rafael estaba encargado de guardar “todo lo de cristal”.
“No había leído El sentido de un final de Julian Barnes. No es ni de lejos una de sus mejores novelas, pero trae un secreto que vale toda la trama”. A renglón seguido lo cita: “¿Cuántas veces constamos la historia de nuestras vidas? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuánto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra sino la historia que hemos contado de ellas.” (p.90)
Rafael rinde el informe de su infancia, quizá agregando experiencias que no llegó a tener, quizá imaginando nada más, quizá recuperando momentos álgidos, como hace el fantasma que se introduce a ratos también como narrador.
De los traslados venían los acomodos: revisar que el teléfono sirviera, que la televisión Admiral blanco y negro, que los “siguió con la fidelidad de un perro” y con la que a veces luchaban para conseguir una buena recepción, funcionara. Rafael se aficionó a ver telenovelas con su mamá, una mamá tan pendiente de sus hijos, que leía a Sigmund Freud si se lo pedía el mayor, José María, que pronto puso pies en polvorosa, consiguió una beca y se fue a Alemania por varios años. “Hablar a Alemania donde vivía mi hermano llevaba una semana, la conexión se establecía vía Roma, no me pregunten por qué. Cuando llegaba el día señalado, todos le gritaban al auricular y el eco impedía oír la respuesta”.
Imposible no pensar en uno mismo desde la otra orilla del tiempo, como cuando mis papás “ponían una conferencia a España” para llamar a mi hermana Pepita, que estuvo tres años en Europa, al principio bajo el cobijo de las familias de mi padre y de mi madre, en la península ibérica. También iban y venían telegramas y cartas. Doña Alicia de Pérez Gay, más precisa ( o quién sabe si mis papás harían lo mismo) acudía hasta el Palacio Postal de la calle de Tacuba para cerciorarse de que sus misivas al gran Pepe, como lo llamaban sus papás y hermanos, llegaran hasta el país de lo que había sido el centro de la Germanía. Para muchos Pepe era Chema, así lo conocí yo, extraordinario escritor, por cierto, que deberíamos volver a leer todos.
Uno de los elementos más interesantes de Todo lo de cristal consiste, como ya lo anuncié, en narrar las penalidades económicas, durante el México del “milagro económico”, de la familia Pérez Gay, de la picaresca contemporánea y clasemediera que esto origina: el padre y sus mudanzas, su casa chica, la hija fuera de matrimonio. Rafael conoce a la amante de su padre porque su papá lo lleva de visita a verla. El niño guarda dolorosamente el secreto y se apega más a su madre. Escribe Rafael que Monsiváis decía que la vida cotidiana es como una telenovela. El padre tarambana sin embargo, se niega más tarde a trabajar con Zuno, el hermano de la esposa del presidente Echeverría que negoció con narcos y tuvo que ver con la muerte de Enrique, “Kiki Camarena, agente de la DEA
En una bicicleta, el niño Rafa recorría las calles del rumbo. Era otro México, más tranquilo, pero no exento de peligros. Un joven violento lo protege de que un infame lo toquetee. Su final será la muerte, como en un anuncio del país en el que habitamos hoy los mexicanos.
Me cuesta creer que, desalojados de un departamento, una de las hermanas, que para entonces estaba casada, les prestó a sus papás y a Rafa un cuarto de azotea en el edificio donde ella y su marido vivían. Apunta el fantasma que sigue a los Pérez Gay:
Acompañé a la familia en su paso por el cuarto de la azotea. En la alta madrugada me hacía sentir entre los tinacos y los tanques de gas. Juana, una joven sirvienta enamorada de un delincuente, me vio como una sombra vigilante (…) Nunca vi tan abatido al jefe de la familia y al mismo tiempo tan entregado a su otra mujer, embarazada de siete meses.
Todo lo de cristal permite un paseo por la intimidad de una familia, por el meollo de los malabares que competen a las clases medias. Es un prodigioso ejercicio de la memoria y de la escritura. Dejé el libro lleno de subrayados.
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