A pesar de la obstinada acción del gobierno por regresar las manecillas del reloj del desarrollo político de nuestro país a tiempos del pasado, los procesos de secularización, de modernización económica y social, de persistencia de las clases medias, de mayor escolaridad entre la población, así como la existencia de fuentes alternativas de información se han mantenido, produciendo en amplios sectores de la ciudadanía un conjunto de valores y actitudes en defensa de la democracia. Este es un dato muy relevante, pero que actualmente se encuentra en conflicto con las formas organizativas históricas que han caracterizado a la política mexicana. Resulta necesario por ello, renovar el mandato colectivo según el cual la democracia debe su vitalidad a la presencia de instituciones capaces de involucrar a los ciudadanos.
Los modelos de organización partidista tradicional se encuentran en crisis: en primer lugar, el “partido de masas” típico de sociedades en vías de industrialización que perdió relevancia frente a la revolución tecnológica y las nuevas formas de participación digital; en segundo lugar, el “partido atrapa-todo” que nació del pragmatismo radical y a la vez oportunista impulsado por quienes buscan priorizar la consecución de votos a costa de los principios, transformándose en una forma de “partido escoba” cuyos objetivos prioritarios son atraer votantes procedentes de diferentes ideologías y distintos puntos de vista; y en tercer lugar, el “partido de élites, de vanguardias y elegidos” que desde hace mucho tiempo dejó de ser funcional para nuestras sociedades complejas y masificadas. Esta última forma partidista es la más cuestionada porque se produce en base a las oligarquías y grupos internos de poder que impiden las innovaciones democráticas que reclama la sociedad.
Esta crisis los ha afectado gravemente en cuanto organizaciones de afiliados que paulatinamente pierden una militancia que no se siente representada más por sus anquilosados liderazgos, ya sea como organizaciones burocráticas y centralizadas que no cumplieron la promesa de socialización del poder convirtiéndose en estructuras cerradas y antidemocráticas, o como estructuras promotoras del vínculo entre los ciudadanos y las instituciones del Estado pero que los partidos transformaron en un poderoso diafragma que aleja a las personas de las instituciones. Los partidos tradicionales han pasado de “una militancia intensa” a un “liderazgo intenso”, ellos no generan una política representativa, sino políticas de subordinación. Sufren de un verticalismo agudo que deriva de sus esquemas de dirección gerencial, de la persistencia de su aparato burocrático y de su acentuada auto-referencialidad.
Llegaremos a las elecciones de 2024 con un sistema de partidos en crisis, por lo que una alternativa opositora solo tiene sentido si se realiza —además de derrotar electoralmente al populismo— para combatir los vicios del sistema partidocrático que nos condujo hasta aquí, para hacer regresar al ciudadano a la centralidad de la política una vez que fue excluido de ella, y para reforzar nuestro sistema de división de poderes así como el régimen de rendición de cuentas sobre la acción del gobierno. Cuando los partidos van a las elecciones no para adquirir la fuerza necesaria para realizar sus programas, sino para verificar los índices de aceptación y sus cuotas de poder, entonces pierden su capacidad de dirección y por lo tanto, abandonan el sentido no sólo del futuro, sino también del presente.
La reforma que se exige a los partidos políticos mexicanos podría representar una auténtica innovación democrática. Significaría restituir el ideal político de que la democracia solamente prospera cuando la gente común tiene posibilidades de participar en la definición de las prioridades públicas. Por ello a la pregunta de si los partidos son necesarios, la respuesta categórica es sí, pero a condición de que respondan a las demandas de los ciudadanos.
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