Se sabe que treinta millones de mexicanos votaron por Andrés Manuel López Obrador. Llegó legítimamente a la presidencia del país, nadie lo duda, aunque muchos se arrepienten hoy de haber votado por el macuspano. Yo no, porque nunca le he dado mi voto. Desde su espectáculo en Reforma durante el 2006, cuando proclamaba que Felipe Calderón le había robado la elección y entonces se apostó con sus huestes, casi todas pagadas, en la avenida Reforma y además se hizo nombrar el presidente legítimo, he desconfiado de él. Incluso antes, cuando fue a quemar refinerías en Tabasco hacia el año 1988. No soy vidente y muy probablemente carezco de la mirilla política para analizar a plenitud lo que percibo. El caso es que existen discursos que hartan y dejan de tener credibilidad para la gran mayoría.
Desde mediados de los años setenta, cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, abandoné la idea de que socialismo era la salida para la pobreza, pero sobre todo, para la democracia. No me lo planteaba con claridad pero Papá Stalin, como le hacía saludar mi padre a mi hermana muy pequeña, frente a una fotografía del asesino de millones de personas, me irritaba, así como la URSS. Tampoco era un rapto de genialidad mío. Mi padre había roto con el comunismo desde hacía mucho, quizá antes de que yo naciera. A mí me tocó solo oír hablar mal del comunismo, cuyo Comité Central o sus adláteres mandaban llamar a los comunistas españoles en el exilio y los “abducían”. Casi nunca se volvía a saber de ellos. Las familias se quedaban sin el padre y, no pocas veces, las mujeres se las veían negras criando hijos solas y en otro país que no era el suyo.
Creía en la izquierda, pero no sabía de qué se trataba ya. En términos literarios, salté de Entre Marx y una mujer desnuda (1978), del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, en la que el protagonista es un intelectual del marginado Partido Comunista y narra las luchas de izquierda de la época a American Pastoral (1998) del estadounidense Philip Roth, donde la joven hija del protagonista pasa de la radicalidad al terrorismo. Me volví social demócrata, por definirme de alguna forma. El chiste era que no hubiera pobres. Lo sigo anhelando, pero nada de eso ocurrió en la Unión Soviética ni en Cuba. Y mucho menos se ha arreglado esa desgracia, porque la pobreza lo es, durante los cuatro años de la administración de Andrés Manuel López Obrador. Nada de “primero los pobres”. Las personas en pobreza extrema aumentaron en cinco millones.
Es decir, que todo el discurso redentor de Andrés Manuel resulta un menjurje de disparates, como queda demostrado después del viernes por la noche en que los legisladores de Morena se reunieron sin la oposición para aprobar un montón de iniciativas propuestas por el presidente. Se avaló la desaparición del INSABI, creado por la supuesta Cuatroté en lugar del Seguro Popular, la extinción de Financiera Rural, cambios a la Ley Minera, se incluyó más participación del ejército en el espacio aéreo, en la construcción del Tren Maya, hasta en la nueva modalidad de Conacyt, el dizque Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías, que en lugar de que los proyectos científicos y del Sistema Nacional de Investigadores pasen por los pares de los investigadores lo harán ahora bajo el escrutinio de las cabezas de las secretarías, entre otras por la Sedena y la Marina. Si alguien presenta una investigación sobre cómo construir una casa con sargazo o cómo regenerar huesos de la columna vertebral con cáscara de cangrejo (ambos estudios son reales) tendrá que contar con la aprobación del general Luis Crescencio Sandoval de la Defensa y de Adán Augusto López de Gobernación, entre otros. Quedan fuera las representaciones de la UNAM, la UAM, el Cinvestav, el Politécnico, el ANUIIES y demás instituciones académicas. El INAI, que tanto molesta al presidente, es decir, el Instituto Nacional de Transparencia, se dió de baja por considerar corruptos a sus funcionarios, cuando las corrupciones de la Cuatroté, sus NO licitaciones, el influyentismo que la caracteriza y demás se encuentran a la orden del día. Anoche Carlos Loret de Mola, a quien el primer mandatario detesta, reveló la red de amistades de Andrés Manuel López Beltrán, hijo mayor de su papá, envueltas en los negocios que surgieron a partir de la cancelación del aeropuerto de Texcoco, el cual, de haberse terminado, se habría convertido en un aeródromo de primera, en lugar del AIFA, que se erigió sólo por capricho de Andrés.
Es tanto lo que se puede decir de este fallido gobierno que su “legitimización” da mucho que desear. Andrés Manuel es tiránico, narcisista, populista y mal hecho. Ha destruido instituciones, persigue a la Suprema Corte Nacional de Justicia porque no quedó como presidente su favorita, Yasmín Esquivel Mossa, plagiaria de su tesis de licenciatura y también de doctorado, quien lo hubiese favorecido en todo.
El nuevo enfado del presidente de México con los Estados Unidos es el dinero que el país del Norte aporta a las ONG´S mexicanas, “organizaciones que están en contra de un gobierno legal”, el suyo, apunta el presidente. Los Estados Unidos brindan esta ayuda en muchos lugares del mundo cuando percibe gobiernos autoritarios. AMLO piensa que se trata de injerencia, pero el suyo es justamente un gobierno de corte tiránico.
Como dice un amigo mío, durante esta presidencia nunca se ha disimulado la idea del mandato constitucional con López Obrador como presidente de nuevo o a través de una de sus corcholatas, como el maximato después de la presidencia de Plutarco Elías Calles. La inclusión exagerada del ejército en muchos asuntos de la gobernanza de AMLO produce resquemor. ¿Qué se propone realmente el tabasqueño o, en el mejor de los escenarios, qué hará su sucesor con los militares metidos hasta en la cocina?
¿Se puede dar un golpe de estado desde el mismo gobierno que inició con la legalidad del voto? ¿Soy aprensiva o nos acercamos a un momento difícil de la historia moderna del país?
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