A veces mi biblioteca parece tener vida propia. Aunque creo que he puesto los libros en su lugar, según el tema y por orden alfabético, algo fuera de mi control ocurre. Un libro de pronto aparece en otro lado al azar. En realidad, debo admitir que de pronto extraigo varios de su anaquel. Me mueve el frenesí de averiguar algo preciso en ese momento. Hoy busco afanosamente Las lágrimas de Eros de Georges Bataille y no hay manera de que lo encuentre. Sin embargo, di con un libro sobre la novela como género que creí perdido o haberlo prestado. A veces dejo los libros que he sacado en mi escritorio y deben flotar en el aire o pedir refugio, porque la señora que rompe con mi caos en la casa debe ponerlos en donde se le ocurra. Ay. Por más que le explique no hay manera que me entienda que mejor sueltos y no en un lugar en los libreros que no les pertenece. En vez de Bataille y sus Las lágrimas de Eros, fuente de “inspiración” de la gran novela Farabeuf de Salvador Elizondo, citaré a otro de mis autores preferidos, Michel Foucault. En su famoso Vigilar y castigar , nacimiento de la prisión (1976). En la primera página, sin prolegómenos, escribe, tomado de la Gazette d´Amsterdam acerca de un tal Damiens, que el 2 de marzo de 1757 fue condenado a “pública retractación ante la puerta principal de la iglesia de París, a donde debía ser llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con una hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano; después, en dicha carreta, a la plaza de Gréve, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado (deberían serle) atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho parricidio, y sobre las partes atenaceadas se verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo será estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y troncos consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento”.
Para estos horrores, en los que se sometía el cuerpo de los castigados a prácticas infernales, se juntaba un público callejero que presenciaba la condena. Todavía se cuenta más sobre el suplicio de Damiens, que gritaba “¡Perdón, Dios mío! Perdón Señor!”
En Los primeros mexicanos (1953) de Fernando Benítez se narran también las condenas inquisitoriales llevadas a cabo en la Nueva España a ojos de quien quisiera atestiguarlas. Por fortuna hubo pocas, pero en todos sitios en Europa la gente presenciaba la manera en que se mataba a los sentenciados. Vigilar y castigar se refiere, más que a otra cosa, a la creación de las cárceles, a la forma en que se ha sometido a aquellos que infringen los códigos de lo permitido. No hay nada realmente nuevo en las prisiones después del siglo XIX. Continúan sometiendo a los cuerpos y, desde luego, a la libertad. En el libro Farabeuf (1965) de Salvador Elizondo, que ha conmocionado a varias generaciones de lectores, el escritor explica el martirio chino de Leng ´ Che, o de los mil y un cortes o de los cien pedazos, que se aplicaba en China en delitos de lesa majestad.
El suplicio de Leng´Che consistía en practicar cortes que no mataran de inmediato al supliciado. Esto tasajos era practicados por médicos chinos, avezados anatomistas. Al torturado se le drogaba con opio para que aguantara el dolor, previamente amarrado a un poste, hasta que los galenos lo decapitaban o le extraían un órgano vital.
Sabemos de métodos de tortura que se han empleado a lo largo de la historia. Todos son brutales, espantosos. Sólo pueden habérsele ocurrido a mentes diabólicas. Quienes las han puesto en práctica, los torturadores, probablemente pertenezcan a ese mundo siniestro de la banalidad del mal al que se refería Hanna Arendt. Lo que sucedió a las puertas del SCNJ el fin de semana pasado, orquestado por el gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, en él y los grupos porriles bajo su mando, arremetieron contra la Corte porque impide la consolidación de los proyectos del presidente López Obrador. Para ello llevaron ataúdes de cartón, protestaron airadamente sobre las decisiones libres y soberanas de la Suprema Corte Nacional de Justicia, que no se avienen a los caprichos del inquilino de Palacio Nacional. El los acarreados del gobernador agredieron a los reporteros que fueron a tomar nota de la protesta dizque “pacífica”, en la que se nombró a casi todos los ministros de la corte para gritarles “fuera”. Los féretros de mentiras llevaban la imagen de algunos de los ministros, en especial de la ministra presidente Norma Piña. El gobernador de Veracruz dijo en su discurso que las decisiones de la justicia federal son “ridículas, contradictorias y aberrantes” y ensalzó la idea peregrina de López Obrador de que el poder judicial sea elegido por voto directo y universal del pueblo. Tachó a los ministros de corruptos, a Yasmín, a Loretta y a Zaldivar obviamente los perdonó, por ser incondicionales del presidente.
En una condena pública tan grotesca, en donde se simbolizaron las muertes de los ministros de la Corte, hay ecos de los que sufrían suplicios en las plazas públicas en otros momentos históricos. A nadie lo cortaron en mil pedazos ni lo sometieron a los martirios que sufrió el Damiens al que se refiere Michel Foucault, pero “las muertes” figuradas en los ataúdes vacíos, la violencia de los participantes contra los reporteros y el discurso beligerante de Cuitláhuac García, en un país donde se producen cerca de 83 asesinatos al día, crean un impacto negativo. México se alebresta cada día más. El presidente no lo impide sino que azuza los ímpetus violentos desde sus Mañaneras disonantes, en donde acusa de “corruptazos”, “conservadores” y derechistas a todo aquel que no le siga el juego. El discurso presidencial, la manifestación del Gobernador de Veracruz ante las puertas de la Corte, la quema de la efigie de la ministra presidente durante la concentración de morenistas y acarreados en el Zócalo el 18 de marzo devienen en la penalización oficial, de visos inquisitoriales, de los que se ajustan al Derecho o piensan diferente de quien ha encarnado al pueblo, o sea, el señor presidente. Y esto es realmente grave.
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