Opinión

La tragedia de la mortalidad infantil

México es un país inapropiado para la niñez. Esa sentencia debería repetirse mil veces, un millón de veces, todas las que sea necesario, hasta lograr que nuestra indolente clase política comprenda que no puede hablarse de un país de bienestar cuando las niñas y niños mueren de causas prevenibles y evitables; y cuando son el grupo de población más empobrecido.

Cualquier sociedad que dispone de los recursos para cuidar adecuadamente a todas sus niñas y niños, pero que no lo hace, es por definición cruel; es así porque nada justifica dejar a ninguna niña o niño atrás; y porque no existe argumento que valga para impedir el desarrollo integral y progresivo de cada ser humano que nace, para que en su trayecto de vida tenga acceso al máximo nivel de disfrute de todos sus derechos.

En ese sentido, nuestro país es una calamidad. En primer lugar, porque de acuerdo con los datos del CONEVAL, el 45.8% de las personas menores de 18 años en México vive en condiciones de pobreza, indicador que en términos absolutos equivale a 17 millones de niñas, niños y adolescentes, entre los cuales, 3.7 millones son considerados pobres extremos, una cifra superior a los 3.4 millones registrados en el año 2016.

Lo anterior permite dimensionar la tragedia nacional de la que aquí se habla pues, si entre los años 2016 y 2022 el número de personas en pobreza extrema se incrementó en 400 mil; entonces quiere decir que tres de cada cuatro en esa condición son niñas, niños y adolescentes. Realidad que permite sostener una vez más que somos un país impresentable en lo que se refiere a la protección y garantía de los derechos de las infancias.

Por su parte, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) presentó recientemente los resultados de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID, 2023). En ellos se encuentra un apartado relativo a la mortalidad infantil en nuestro país, indicador que mide el número de defunciones de menores de un año, por cada mil nacidos vivos. Es decir, se trata de la inmensa cantidad de niñas y niños que mueren antes de llegar a su primer año de vida.

Lo que presenta el INEGI es una realidad que puede calificarse de impresentable, pues poco o nada se hizo en los últimos años para mejorar en este rubro, que es esencial para el país, sobre todo en términos éticos y sobre todo para una administración que se ha dado constantemente “baños de pureza” y presentándose como la panacea de la ética planetaria.

En efecto, para el trienio de 2015 a 2017, el INEGI estima que la tasa de mortalidad infantil fue de 15.6 defunciones por cada mil nacidos vivos; mientras que para el trienio 2018-2020 la tasa estimada fue de 15.3; es decir, un total estancamiento que, al tratarse de la vida de las y los más pequeños, constituye un despropósito en términos de cumplimiento del mandato constitucional de garantizar en todo momento el principio del Interés Superior de la Niñez.

Para el año 2023, el INEGI estima que la tasa fue de 14.6 defunciones de menores de un año, por cada mil nacidos vivos, para las áreas urbanas; y de 16.7 para las áreas rurales; lo que significa que nacer en determinados territorios implican peligros y riesgos adicionales para las infancias.

Lo que esos datos implican son terribles en números absolutos. Según la ENADID, del 2020 al 2022 fallecieron en el país 71,592 niñas y niños en sus primeros días de vida. De ellos, 48,684 perdieron la vida antes de los 28 días de haber nacido; mientras que 22,908 lo hicieron después de los 28 días de su nacimiento y hasta antes de cumplir un año.

Asimismo, visto por ámbitos territoriales, el INEGI informa que de los 71,592 decesos registrados en el grupo de edad señalado entre 2020 y 2022, un total de 42,760 acaecieron en localidades de menos de 15 mil habitantes; mientras que un total de 28,832 ocurrieron en localidades de 15 mil habitantes o más. Al traducir esos datos a tasas lo que se tiene es que la tasa en localidades de menos de 15 mil habitantes es de 18.6, mientras que en el caso de las localidades de 15 mil habitantes o más, la tasa se estima en 12.1 defunciones por cada mil nacidos vivos.

Lo anterior ratifica lo dicho más arriba. El territorio determina la calidad y oportunidades de supervivencia para las personas, pero especialmente para las más pequeñas; y constituye un auténtico atentado a la dignidad humana continuar permitiendo que haya niñas y niños que en nuestro país fallezcan por diarrea, por falta de agua; por falta de suero oral; por la carencia de lo más elemental y básico.

Ante estos datos sorprende la destrucción que se emprendió en esta administración de instituciones como el Sistema Nacional DIF; y del Sistema Nacional de Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes SIPINNA, al cual el gobierno de la República ha propuesto eliminarlo, cuando su creación implicaba la oportunidad para hacer de las políticas de niñez uno de los ejes vertebradores de la política social en general de nuestro país.

No tenemos más tiempo qué perder. La protección integral y la garantía de supervivencia para todas las niñas y niños de México debe constituirse en un imperativo categórico de quien gane la presidencia de la República. Quizá no ganen votos volcando al gobierno a favor de la niñez; pero al menos ganarían la satisfacción de hacer lo éticamente correcto.

Investigador del PUED-UNAM

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