Hoy Marcelo Ebrard anunciará su decisión sobre el nuevo rumbo político que adoptará después de no resultar favorecido en el proceso para seleccionar la candidatura presidencial de Morena. La enorme cantidad de irregularidades que denunció de nada sirvieron frente a la obstinación de AMLO por imponer a su sucesora. Independientemente del destino que ahora espera al ex Canciller -quizá en la configuración de una “Tercera Vía” frente al bipolarismo monolítico que se está articulando en nuestro país o quizá permaneciendo disciplinado, devaluado y sin futuro político en el partido oficial-, resulta necesario reflexionar sobre un fenómeno siempre presente en la política mexicana que, sin importar actores e instituciones, ideales o ideologías, está representado por el síndrome permanente de la traición política.
Desde que Bruto clavó su puñal en la espalda de Gayo Julio César, magistrado de la República Romana, como parte de un complot orquestado desde el Senado, se ha identificado con ese hecho el acto más evidente de la traición política. Una práctica que se prolonga hasta nuestros días. Recordemos que la historia está llena de traiciones y de traidores, sin embargo, los historiadores se han dedicado solo esporádicamente a estudiar estos fenómenos recurrentes en nuestras sociedades. Han sido sobre todo sociólogos, filósofos, politólogos y psicoanalistas, quienes se preguntan sobre las formas, las razones y las tipologías que adopta la ruptura del pacto de confianza, fidelidad y lealtad, que en toda época histórica representa la traición.
Que traicionar signifique romper un juramento, explícito o implícito, contaminando o debilitando el contrato social que une a una comunidad, es bastante obvio. Cualquier ruptura de una promesa de fidelidad, puede ser considerada una traición, pero solamente algunas deslealtades alcanzan un nivel de relevancia tal para que la acción se presente ante todos como una traición evidente y reconocida. Para que la estafa ocurra, es necesaria la pertenencia a un grupo como la pareja, la familia, el clan, la comunidad, la nación o el partido político. También debe existir la voluntad y la posibilidad del engaño. Se traiciona por ambición o venganza y por una amplísima gama de pasiones y razones.
El traidor es quien ilusiona a los demás -y quizá a sí mismo- gracias al poder de que dispone, desafiando a la naturaleza o al destino, a la teología o a la metafísica, a la ética o a la política. Traicionar es conjuntamente un evento del mundo y un estado del alma. Pone en evidencia las estructuras profundas que escapan a la superficie de las apariencias. La traición es una percepción subjetiva, un evento relativo y no absoluto, porque depende de una relación coyuntural y de un contexto particular, y porque generalmente se presenta cuando las dinámicas de poder ya se han manifestado. Por ello es que la perspectiva cambia desde el punto de vista del poderoso, al considerar que el traidor es justamente quien rompe el vínculo de fidelidad y lealtad que había asumido.
El poder nazista consideraba la lealtad total al Estado, la nación y al Führer, rechazando hasta la más mínima posibilidad de disenso. El populismo contemporáneo sigue sus pasos. Se observa una personalización simbólica del poder, por lo que el delito de traición es visto desde la perspectiva del jerarca y no de los ciudadanos. El potentado considera que así como en las relaciones interpersonales, la traición pone en crisis profunda cualquier relación, de la misma forma, en el ámbito de la esfera pública, la traición pone en discusión, o mejor dicho en peligro, la integridad no solo del partido sino también del Estado. Quien avisa no traiciona. Desde hace tiempo resultaba evidente que la voluntad presidencial no estaba con Ebrard.
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