“El terrorismo es un arma psicológica, aunque utilice medios físicos. Te impide reclamar el mundo como tuyo. Te impide relacionarte con otras personas. Crea miedo y odio. La única manera de luchar contra los terroristas, como ciudadano, es negarles esas emociones. Eso es lo único que los terroristas no esperan. Todo lo demás lo esperan: represalias, bombardeos, ataques. Todo eso es exactamente lo que quieren. Niégales el miedo y perderán”.
Eso dice Mariana Pearl cuyo esposo, el periodista Daniel Pearl, fue decapitado en Pakistán, en 2002, por terroristas islámicos. Con esa frase comienza el libro de Tom Parker, Avoiding the Terrorist Trap: Why Respect for Human Rights is the Key to Defeating Terrorism (“Evitar la trampa terrorista: por qué el respeto a los derechos humanos es la clave para derrotar al terrorismo”). El título sintetiza las dos tesis centrales de esa extensa obra: el terrorismo comete atrocidades terribles, pero mientras más despiadada y furiosa sea la respuesta que reciba mejor se cumplirán los propósitos de esos asesinos; hay que combatirlos con la ley en la mano y respetando principios como la presunción de inocencia, el rechazo a la tortura y el debido proceso.
No es fácil hablar de conductas civilizadas frente a barbaridades como las que perpetraron en Israel los terroristas de Hamás. La venganza es una pulsión muy humana que se acentúa delante de crímenes como los que ocurrieron el 7 de octubre. Pero es pertinente reconocer la lógica del terrorismo que divide a las sociedades entre seguidores y antagonistas suyos y que busca suscitar reacciones desmesuradas, que intensifiquen ese encono. “Al preparar ataques diseñados para provocar una respuesta draconiana del Estado, los terroristas esperan explotar la inevitable polarización social resultante para atraer nuevos reclutas a su bandera y al mismo tiempo socavar la propia afirmación del Estado de estar actuando legítimamente. Es una estrategia que ha sido descrita como ‘jujitsu político’ ”, escribe Parker siguiendo una reflexión de la profesora irlandesa Louise Richardson.
Parker sabe de ese tema. Trabajó en el M15, el servicio de inteligencia británico; ha sido investigador de crímenes de guerra para las Naciones Unidas y ha asesorado en temas de contraterrorismo a la Unión Europea y Amnistía Internacional. Llegué a su libro siguiendo una recomendación de León Krauze en Twitter. Se trata de una impresionante y ordenada revisión del terrorismo y sus causas, el comportamiento de los terroristas y el marco legal, sustentado en los derechos humanos, que establecen los compromisos internacionales. El libro de Parker (World Scientific Publishing, 2019) tiene 924 páginas, incluyendo 43 de bibliografía y fuentes documentales.
El terrorismo es la antítesis de la política civilizada y coloca a los Estados y gobiernos en la disyuntiva de intensificar el uso de la fuerza, o parecerles débiles a quienes tiene que defender. La represalia feroz que ha emprendido Israel contra sus atacantes, amenaza a quienes permanecen en la franja de Gaza. Allí se encuentran no sólo los rehenes capturados en Israel por los criminales de Hamás. También hay cientos de miles de palestinos que, por años, han sido rehenes de los terroristas. Descargar en ellos la cólera armada del gobierno de Israel intensificará la espiral de violencia, con nuevos crímenes. Explica Parker: “Un gobierno que enfrenta el terrorismo se encuentra atrapado en un dilema: no puede ignorar de manera realista la amenaza que representa un grupo terrorista; su autoridad está siendo desafiada de la manera más primaria, weberiana. Además, sus ciudadanos esperan ser protegidos. Quieren que se tomen medidas expeditas para poner fin a los ataques terroristas (redadas, arrestos y una mayor presencia policial), todas medidas que pueden ser extremadamente represivas, especialmente si se concentran en un pequeño segmento de la población”.
Ese es el ardid de los terroristas, que resulta más eficaz mientras más violentos son sus desafíos: “La genialidad del terrorismo es que nos convierte en nuestros peores enemigos. Las sociedades democráticas son particularmente vulnerables ya que los políticos frecuentemente sucumben a los prejuicios populares como un simple atajo para aumentar su propia popularidad. Es una vulnerabilidad que los grupos terroristas desde hace tiempo saben cómo explotar”, dice ese especialista.
Al cabo de su detallado repaso por los rasgos del terrorismo, Parker, que estudió en la London School of Economics y ha ofrecido cursos en universidades como Yale, insiste: “Esta quizás sea la lección definitiva del último siglo y medio de actividad terrorista: somos, literalmente, nuestros peores enemigos. Los terroristas van a hacer lo que hacen los terroristas, y una acción gubernamental eficaz puede mitigar, pero no eliminar, esta amenaza, mientras que lo más probable es que una acción gubernamental draconiana simplemente eche más leña al fuego”. Al comienzo del libro, anticipa: “Después de todo al fuego es mejor combatirlo, no con fuego, sino con agua”.
El clamor internacional para evitar una masacre en Gaza puede atemperar la respuesta del gobierno de Israel. Hasta ahora, sin embargo, las reacciones ante los crímenes de Hamás han estado esencialmente divididas. Por una parte se encuentan quienes, horrorizados ante la violencia de Hamás, respaldan la asfixia y la aniquilación de Gaza. En el otro extremo están aquellos que, por simpatizar con el pueblo palestino, condescienden con los criminales y justifican el asalto que provocó la muerte de centenares de personas en Israel.
Unos y otros, padecen una confusión elemental: equiparan al grupo de sicarios Hamás con el pueblo palestino, sin reconocer que los habitantes de Gaza y otras regiones son víctimas y no necesariamente aliados de esa organización criminal.
El belicista régimen de Nentanyahu, al disponer contra Gaza una incursión militar que puede ser inhumana y devastadora, les hace el juego a los terroristas. En esa trampa también caen aquellos, tanto gobiernos como grupos y personas que, en todo el mundo, se niegan a calificar a Hamás como terrorista.
Defender o disculpar a grupos como Hamás de ninguna manera es progresista, y mucho menos de izquierda. Progresista, y de izquierda, es reivindicar los derechos humanos, cuestionar la desigualdad, oponerse siempre a la violencia criminal y, cuando ocurre, señalarla sin reticencias.
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