El triunfo de Bernardo Arévalo en Guatemala (y el rápido reconocimiento de su victoria por el presidente Alejandro Giammatei, pese a que su Fiscalía amenaza aún con invalidar su candidatura) es la mejor noticia para la democracia en América Latina porque muestra un alto grado de madurez política de los votantes, que no se dejaron llevar por los cantos de sirena de los populistas de última generación, ni por los políticos tradicionales corruptos.
Frente al griterío atronador del ultraderechista libertario Javier Milei, quien pretende convertirse en presidente de Argentina con la promesa de destruir a la casta corrupta “con una motosierra”, Arévalo se caracterizó en campaña por responder con serenidad, pero con firmeza, contra las maniobras sucias de la Fiscalía de Guatemala para mandar a la clandestinidad a su partido Semilla, en cuanto el gobierno del autoritario Alejandro Giammattei entendió que el líder del movimiento anticorrupciópn era el favorito a ganar las elecciones.
Afortunadamente, el Tribunal Superior Electoral estuvo a la altura de las circunstancias e impidió un golpe judicial en contra de la voluntad popular, que ya en primera vuelta dejó claro que no quería que entrara en la pelea por la Presidencia Zury Ríos, la hija del exdictador y genocida Efraín Ríos Montt, cuya campaña era una burda copia de la mano dura del presidente salvadoreño Nayib Bukele, quien está logrando acorralar a las pandillas y al crimen organizado, pero a costa de sustituir el estado de derecho por un estado policial.
No. Los guatemaltecos no han caído en la tentación de elegir un político “de los de siempre” o uno surgido de la nueva generación de dirigentes cuyo lema es menos democracia y más autoritarismo. Los guatemaltecos, muy especialmente los jóvenes y las clases urbanas, han apostado por un candidato antisistema, sí, pero no para destruir el sistema demócratico (como hizo el infame Daniel Ortega en Nicaragua, país que vive ahora sometido al terror de sus sicarios), sino para limpiar la democracia de los que llevan años pervirtiéndola y saqueando sus arcas, mientras el pueblo sigue hundido en la miseria y la violencia, y muchos planean huir a Estados Unidos, sin medir las consecuencias de pasar de huir de los criminales a ser considerados criminales, tan solo por intentar vivir decentemente.
Guatemala lleva casi cuatro décadas de democracia fallida, que comenzó, precisamente, cuando el padre del presidente electo, Juan José Arévalo, el primer presidente popularmente electo en Guatemala tras la Revolución de 1944, y su sucesor, Jacobo Arbenz tuvieron que huir del país tras el golpe militar de 1954 patrocinado por la CIA y la United Fruit Company.
Ahora, casi 40 años después, Bernardo Arévalo (nacido en el exilio en Uruguay) puede cumplir el sueño de su padre de construir un país decente, empezando por sacar de la cárcel a José Rubén Zamora, director del único diario que se atrevió a acusar a Giammattei de corrupción y autoritarismo.
El currículum de Bernardo Arévalo —sociólogo experto en resolución de conflictos— y el inmediato apoyo internacional tras su rotunda victoria —Biden y López Obrador se apresuraron a felicitarlo y a colaborar estrechamente— sin duda servirán para arropar al nuevo mandatario guatemalteco; sin embargo, quedan cinco largos meses para que tome posesión del cargo en enero, y la amenaza de golpe —militar, judicial o del crimen organizado— nunca estará del todo despejada mientras sigan en el poder los que pasarían a ser investigados por sus actos, empezando por el actual mandatario y su siniestra fiscal Cinthia Monterroso.
Por todo esto, es muy importante que la comunidad internacional esté muy vigilante a todo lo que ocurra a partir de ahora en el país centroamericano, especialmente México, con el que comparte la frontera sur y el trasiego de migrantes en su camino a Estados Unidos.
En cualquier caso, nada de lo que ocurra a partir de ahora quita mérito a la decisión del pueblo guatemalteco de votar con madurez y con sentido común, en nombre de la Democracia (en mayúsculas).
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