“¡Gris! ¡Tenía que ser gris!, un coagulado gris de lontananza”, habría escrito Gorostiza de haber estado en Berlín los primeros días del Festival Berlinale. Nubes y bruma sobre todo bajo el horizonte, y cuando no es así, cuando algo de azul se deja ver y el sol nos hace quitar chamarras y chaquetas, sirve la claridad para anunciar la lluvia que viene.
En las calles todo pasa como pasan las cosas, sin novedad. De la estación de camiones donde llegué tras ocho horas de dormir mal y comer peor, hasta la Potsdamer Platz, con sus edificios altos y largas calles arboladas – muy cerca de la Puerta de Brandenburgo. Poco o nada relacionado al evento que reúne año tras año a la crème de la crème del mundo del cine.
Es allí, en la que otrora fuera la plaza más visitada del mundo (antes de que la Batalla de Berlín la destruyera y el Muro la mantuviera en el olvido), Potsdamer Platz, donde la Berlinale ocupará durante los siguientes días el sitio de honor. Adornado en rojos y dorados, el así llamado Berlinale Palast y sus alrededores reciben día con día – y cada día más – tanto a miembros de la industria como periodistas y fanáticos del cine. Por un momento, la monotonía de los grandes edificios berlineses, aún los más modernos, se rompe y da paso al rush de gente con gafete.
La noche de la inauguración, a pesar de la brisa y la particular falta de iluminación en las calles de las ciudades de Europa, algunos cientos de personas se reunieron para ver desfilar a las estrellas. Por el ajetreo no cabe duda de que Matt Damon, Hunter Schaffer, Lupita Nyong’o y Cillian Murphy fueron los más esperados. Lamentablemente, los alemanes son muy altos y tienen a fijarse mucho, por lo que no pude colarme a la ceremonia principal; nos veremos en la clausura.
Sin embargo, fuera del par de calles y plazas donde tiene su sede, más unos cuantos cines alrededor de la ciudad, sólo hay trazos del festival en los puestos de periódico donde regalan la programación. Un muy bonito brochure rojo y lila en papel periódico. De tal forma, me puse a la tarea de recomendar películas a quienes me cruzara. Las víctimas: mis dos compañeros de cuarto y un alemán en un puesto de Kebab. Veremos si ven alguna.
Entre que escribía lo anterior y que retomo este texto, pude recomendar el festival y algunas películas más a un mexicano que me encontré en el hotel. Hoy creo con más certeza que sólo los latinos – no quiero verme patriota – son capaces, si no de hacer amigos, de llevarse bien con todos. Al menos lo que dura una caminada al Metro.
Porque el Metro de Berlín – Berliner U-Bahn, como dirían por acá – nada le envidia al de la CDMX. Quizá esto es lo que más ha disparado mi nostalgia estos días; podrán cambiar los nombres y los colores (aquí los trenes son amarillos), pero la prisa es la misma y las aglomeraciones, con su suciedad contenida, con sus olores horarios, son las mismas en todas partes. O al menos se parecen. Ni Ámsterdan, ni Colonia, ni Hamburgo se asemejan en este ámbito a la Ciudad de México. Tómese como quiera tomarse.
Saliendo de una función en Alexanderplatz – una película filipina maravillosa, de la que espero hablar pronto – decidí buscar dónde comer. Es importante notar que esta vez fue en Alexanderplatz (la misma plaza del título de la serie setentera dirigida por Rainer Werner Fassbinder, como bien saben) y no en Potsdamer Platz, pues esto me permitía caminar mientras busco dónde sentarme a escribir y no, como habría sido en el otro caso, googlear “lugares baratos para comer en Berlín”. Mientras buscaba noté que el pavimento mal puesto y el pasto pisado cambiaban por un bulevar ancho y adornado; que los nuevos y francamente feos hoteles eran reemplazados por réplicas de edificios antiguos (nada quedó tras Hitler, pero es lo que hay); sin proponérmelo había llegado al centro de Berlín. Pero lo que vi – oh, lo que vi – lo dejo para otro día.
Aquí los semáforos duran apenas quince segundos.
@deme_flores
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